miércoles, 19 de febrero de 2014

Diferencia

A medida que fui creciendo, la puerta de mi casa con su aldaba en forma de puño empezó a dar paso al territorio del temor y, casi siempre, al traspasar el umbral pensaba qué podía haber hecho mal, qué cosa no estaba en su sitio fuera o dentro de mí. A la edad tan tierna de mis seis años ya sabía que no iban a quererme si no hacía méritos, que el amor había que ganarlo, que era algo condicionado y sólo se me entregaría como un premio y no como un derecho.

En mi familia los estados de felicidad causaban inquietud. La alegría era sospechosa y olía a pecado. Se valoraba sólo lo conseguido con esfuerzo. Se premiaba el dolor, se castigaba la diferencia. Ser diferente era lo peor que podía ocurrirte y yo tenía la certeza de ser diferente hasta en lo físico.

Me habian inoculado el sentimiento de culpa de forma tan eficaz que aún sigue haciendo efecto la vacuna y, en ocasiones, debo rebuscar a fondo en la botica de mis seguridades para conseguir quererme.

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