
El reloj de la estación se hallaba detenido a las cinco y diez, y en la puerta de la cantina había un perro desproporcionado colocado allí por mi nieto Rubén quien lo había rescatado del interior de un huevo Kinder. El cartel colocado a la entrada de la estación rezaba: “La Sisina” y al final del andén un arco de medio punto se abría a un túnel oscuro que se adentraba en la cadena montañosa. La locomotora de vapor Manresa y Guardiola con sus cromados brillantes y la casilla del maquinista pintada de rojo, esperaba dispuesta la señal de salida del Jefe de Estación.

Esa noche soñé que llegaba a “La Sisina” y que descendía del vagón entre el vocerío de los maleteros y de las mujeres que vendían cuartillos de leche y mantecadas. Entré en el pueblo y me encaminé a la fonda que me había recomendado el maletero alabando su limpieza y su ubicación en la plaza mayor, ésta con una fuente de siete caños que llenaba los cántaros de las mujeres y apagaba la sed de las caballerías.
Me pusieron de almuerzo una carne que parecía haber muerto de muerte natural por lo dura y correosa y, tras un aguardiente casero que consiguió disolver en parte la contundencia del guiso, me dispuse a recorrer el pueblo de caserío más bien escaso, pero rico en huertas atravesadas por una acequia rumorosa en cuya linde avanzaban en fila india los frutales cargados de membrillos y melocotones que habían recogido el calor del verano que tocaba a su fin.
En un recodo del camino apareció un prado con un solitario nogal. Tendí la chaqueta sobre la hierba y dormí largo rato. Me despertó con violencia el reloj digital desgranando las noticias sobre el caso Gurtel y permanecí quieto, con los ojos cerrados, deseando que el sueño fuera este despertar y mi vida real siguiera suspendida bajo el nogal de La Sisina.
Me incorporé, y mis ojos por fin abiertos se posaron sobre la almohada en la que reposaba una nuez perfecta, dorada… como un regalo de los dioses.
Nené Ortiz