miércoles, 19 de febrero de 2014

Chistes de amor

Una decide ir construyendo la vida que no tuvo a través de imágenes rescatadas de espacios amables de la memoria de otros; al fin y al cabo nadie de los de entonces está vivo para contestar ni quejarse si cuento cosas alejadas de la verdad.
Fui una criatura empeñada en ser feliz. De huesos largos y pelo lacio y amarillo, en realidad era una niña destinada a tocar el piano y morir tísica en plena juventud, pero me salvaron la Quina Santa Catalina y las inyecciones de sulfato ferroso. Creo que influyó también el hecho de llamarme como una hermana muerta (la probabilidad de que dos hijas mueran con el mismo nombre debe ser remota).
Dos veces al año viajaba con mamá a Madrid para que me viera el doctor Ruíz de Embito, una eminencia en enfermedades del tórax. Nos alojábamos siempre en casa de tía Marita, un piso inmenso en la plaza Barceló. A mí me gustaban muchísimo estas pequeñas vacaciones, en las que mí tía me llevaba a comer emparedados a “Rodilla”, y a los cercanos cines Barceló, Roxy, Paz y Proyecciones a ver películas toleradas. Algunos años antes, cuando se estrenó Gilda, en la que Rita Haywort se quitaba el famoso guante mientras cantaba con voz sensual la “Put the blame on mame”, desató las protestas de los curas, que prohibían en colegios y púlpitos la asistencia a la película (clasificada por la censura con un 3R, que quería decir: para mayores con reparos). En el cine Barceló, vimos “Los diez mandamientos” y en el Roxy A “Trapecio”, y “El mayor espectáculo del mundo” (de éstas últimas disfruté mucho porque me encantaba el circo y sobre todo Pinito del Oro haciendo aquellas maravillas en el aire).
En la puerta de los Roxy solía estar el personaje más estrafalario que yo había visto en mi vida: una mujer delgadísima, con abrigo de imitación de piel de leopardo y una melena teñida de rubio platino que asomaba bajo una gorra de charol. Iba calzada con unas botas blancas de plataforma y pintada con un lápiz de labios rojo intenso. Voceaba su extraña mercancía con desgana, como si le importara poco venderla o no. Yo la llamaba “la rusa”.
Recuerdo que cuando me preguntaban qué quería ser de mayor contestaba: “Yo quiero ser vendedora de chistes de amor como la rusa de los Roxy”. Y siempre me devolvían una mirada de lástima, la misma que yo les había visto dirigir tántas veces a Reglita, una niña retrasada mental que vivía en el doce. Así que como no me gustaba que me miraran como a Reglita, aprendí a contestar que quería ser peluquera solo de señoras rubias y aquello les hacía mucha gracia.

Diferencia

A medida que fui creciendo, la puerta de mi casa con su aldaba en forma de puño empezó a dar paso al territorio del temor y, casi siempre, al traspasar el umbral pensaba qué podía haber hecho mal, qué cosa no estaba en su sitio fuera o dentro de mí. A la edad tan tierna de mis seis años ya sabía que no iban a quererme si no hacía méritos, que el amor había que ganarlo, que era algo condicionado y sólo se me entregaría como un premio y no como un derecho.

En mi familia los estados de felicidad causaban inquietud. La alegría era sospechosa y olía a pecado. Se valoraba sólo lo conseguido con esfuerzo. Se premiaba el dolor, se castigaba la diferencia. Ser diferente era lo peor que podía ocurrirte y yo tenía la certeza de ser diferente hasta en lo físico.

Me habian inoculado el sentimiento de culpa de forma tan eficaz que aún sigue haciendo efecto la vacuna y, en ocasiones, debo rebuscar a fondo en la botica de mis seguridades para conseguir quererme.

Ser madre

Yo me inventé el ser madre, me entregué a ello como quien prepara una oposición a corazón abierto. Crecí sin padres y tuve que improvisar, como quien debe preparar un exquisito plato casi sin ingredientes. Y me salvó el amor, un amor tan salvaje y primitivo como el de esas lobas que transportan sus cachorros con los dientes, los mismos con que matan y devoran. Un amor definitivo y terco, un amor que no merma ni en la distancia ni en lo desatento.
Y los hijos se van, y una les facilita el paso y se enfrenta a habitaciones frías donde aún duermen los niños que se quedaron para siempre dentro. Y una pregunta: dónde se fue ese tiempo tan ligero, por qué la vida no crece en mi interior al mismo ritmo. Y ellos no están en este desgranarse de los días y están junto a otros nombres que son su vida ahora, y compartes los pedazos que quedan, los tiempos permitidos, los silencios de tu forma de amar: “abrígate, mi amor, come, duerme, disfruta.:.” Palabras que ahora callas. Y te quedas sin armas , no sabes cómo estar, inventarte otra vez es tán difícil. Y te vuelcas en este tiempo nuevo y te dices: es algo bueno ocuparte de ti, de tus años ganados , de los amigos, del amor maduro. Y lo crees, y lo afirmas con fe de carbonero… Mientras el centro de tu vida llora un vacío en el que suenan huecas las palabras.

Receta

Tengo que decirlo: estoy subyugada. La gastronomía llena casi toda mi vida y todo mi cuerpo. Mi mente es una cáfila de chefs despertando capacidades creativas ignotas. Yo tenía fama de ser buena cocinera de platos regionales de mi región, pero he comprendido que de mis pucheros de barro al hidrógeno líquido media un abismo y yo soy mucho de tender puentes, yo los abismos me los paso por ahí. Así que me he metido de lleno en la cocina de autora y, como en el fondo sigo siendo sencilla y a la pata la llana, os paso una receta exclusiva de mi propiedad intelectual para que, con tiempo, vayáis cambiando vuestros hábitos culinarios ordinarios y ramplones por éstos en los que prima la finura y lo esencial como desestructura cíclica de los elementos en base a atomizar.


RECETA: "Criadillas de canario-flauta rellenas de cerdo ibérico en salsa ácida de capullos de somormujo".
Ingredientes: Diecisiete pares de criadillas de canario-flauta, cincuenta capullos de somormujo, medio diente de ajo macerado semana y media en cincuenta mL de vinagre balsámico de Módena, veinte gramos de sal del mar muerto, dos litros de agua en los que habrán cocido previamente media docena de langostas vivas, cilantro, cominos, clavos de olor, un puñado de semillas de prima donna y unas hojas del catecismo del padre Astete.
Elaboración: mezclamos bien todos los ingredientes y los pasamos por un cedazo de popelín cortado al biés. Seguidamente procederemos a rellenar las criadillas utilizando para cerrarlas una aguja de marear la perdíz. A continuación las pondremos al sereno durante una noche para que se oreen.
Presentación: en cestita de macramé sobre un lecho de hojas de berza deshidratadas.
Ya me contaréis.