Permanezco en lo único que ha sobrevivido de nuestra casa, rodeada de todos los objetos que amamos: tu sillón de orejas desvencijado, la colección de piedras, la cama que fue cómplice de gritos y susurros, el viejo exprimidor de naranjas que sudaban sangre, la máquina Singer de la tatarabuela Carmen (que aún funciona), las fotos sepia de las vidas que fuimos y que fueron…
He bajado a este sótano/cámara mortuoria lo que quiero que perdure en el tiempo, lo que quizá pueda disculparnos ante otros mundos por la destrucción definitiva del nuestro. Contar a los que vengan que hubo amor antes, durante, y después del desastre, aunque quizá no fue bastante.
Los libros me rodean como las alas de un ángel laico protector y todas las historias contenidas me hablan desde los estantes como un coro que me acompañará en la despedida. Voces que me hicieron más feliz y mejor.
Estoy reclinada en la tumbona de rayas amarillas que acunó mis días de sal y mar y he abierto la sombrilla para tapar un sol que ya no existe. Me he vestido con la vieja bata de flores desvaídas y he guardado en el bolsillo una nota con el último verso de Machado que superó el dolor del destierro y la muerte: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Esta es mi idea de la expresión del amor en esta tierra, del amor que no fue suficiente pero fue.
Trago la cápsula y con el último aliento musito los versos de Huidobro:
“Abrid esta tumba:
al fondo se ve el mar”
Nené Ortiz