El pasillo de doña Pepa está flanqueado por
macetas de aspidistras y recorrido por una cinta de linóleum sujeta con
remaches. Una figura del corazón de Jesús portando en la mano la bola
del mundo es iluminada por una bujía
encendida a perpetuidad. En la sala, la luz de la mañana entra por el
balcón y doña Pepa, a pesar de que a esta hora ya comienza a apretar el
calor, lleva sobre sus hombros una mañanita blanca que hace juego con
su pelo y su sonrisa. La perrita Marilín duerme en su regazo y Colorín y
Colorina picotean una hoja de lechuga en la jaula. En la radio, Monna
Bell canta “El telegrama”. -Me traes dos bacaladillas y una rodaja
de merluza, cuarto de vainas, una pella pequeña y carne de falda para
guisar. ¡Ah; y el preparado de la farmacia que encargamos, ayer!
Luci echa mano de la bolsa de malla y del monedero y vamos juntas a los
recados. Doña Pepa no sale a la calle desde hace más de un mes debido a
un ataque de gota. -“Antes de que tus labios me confirmaran que me
querías, ya lo sabíaaa, ya lo sabíaaa, porque con la mirada tú me
pusiste un telegrama, que me decía, que me decíaaa...” Luci baja las
escaleras cantando y yo saltando los peldaños de tres en tres. Por la
calle, el afilador va empujando su bicicleta y haciendo sonar la siringa
para avisar a las vecinas. En la farmacia hay un anuncio que dice:
“Dr. Agustín Barandiarán. Pecho, estómago, venéreas, sífilis, medicina
general. C/ San Francisco, 17. Logroño. Consulta diaria de 10 a 2 y de 4
a 6. Consulta económica los lunes y viernes de 8 a 9. Teléfono 1139”. Y
otro: “Hemocircol, preparado de extractos de plantas que se muestra
eficacísimo para combatir las varices y todos los trastornos derivados
de la deficiente circulación venosa: hemorroides, flebitis, congestiones
prostáticas y desarreglos menstruales”. A Luci, cuando está con la
regla, mi abuela no le deja tocar las plantas ni hacer la mayonesa
porque se corta. ¡Ah; y Luci tampoco se lava la cabeza porque es muy
peligroso! Aunque parece ser que lo peor de la regla es que no te venga.
Yo, estoy echa un lío con estas cosas, pero cuando pregunto nadie me
explica nada y me dejan que siga siendo analfabeta en estos asuntos. Sin
embargo si lo soy en otros se molestan una barbaridad y me dicen que,
cuando no sepa, pregunte. Misterios insondables de la educación. De
regreso, Luci deja los paquetes en la cocina y ajusta las cuentas con
doña Pepa que lleva un control riguroso del gasto repasando todas las
notas que nos han dado en las tiendas: las de la pescadería “El Pecas”
son tiras de papel de estraza con alguna escama pegada, las de la
carnicería son de bobina de calcular con el total en tinta roja y tan
limpias como la cajera que también gasta un nombre limpio porque se
llama Albina. Las de don Próculo, el farmacéutico, llevan su nombre: “D.
Próculo Sabanalarga” con el dibujo de una urna de la que sale una
culebra retorcida. Don Próculo, a quien se chotea de su apellido le
llama ignorante. Según él, Sabanalarga procede de América, de una
población entre Cartagena de Indias y Barranquilla (a donde dicen que se
va el caimán). Nos despedimos de doña Pepa. Huele a crema “Visnú” y
cuando la beso y me llama niña mía siento un calorcito tan grande
dentro del corazón que me entran ganas de llorar. A veces que te quieran
es una cosa muy emocionante y extraña. Un regalo inesperado de la vida.
A través de los cristales del mirador veo a mi tía Petra haciéndome gestos con la mano para que me asome. Ella vive en la casa de enfrente con mi tío Miguel y mis primos: Carmen, Javier, Mari Presen y Mari Vega. Raúl, el mayor, hace tiempo que vive fuera.
Mi tía Petra es la mujer más guapa del pueblo y probablemente del
contorno. Tiene los ojos del color del mar y la piel blanca y
aterciopelada como la de las japonesas de la China. Mis primas también
son muy guapas y siempre las nombran reinas de las fiestas y así. -Pasa un ratito, hija, que te voy a dar una cosa.
En casa hemos comido hace un rato pero, a pesar de todo, la tía me pone
delante un plato de loza humeante rebosando de caparrones espesitos,
guisados con su hoja de laurel, su cebolla, su cabeza de ajos y su
chorrito de aceite de oliva. Ella sabe que me encantan y disfruta
ofreciéndome algo en su lucha por hacerme engordar. -Tía, no puedo más. -Venga, no seas melindres, que ahora te voy a poner entre pan un torreznito que te vas a chupar los dedos. -¡Ala; ahora vete a casa a echarte la siesta!
Ya acostada tengo la misma sensación que cuando me mareé en el viaje
que hicimos en autobús a Quintana Martín Galíndez –un pueblo pegado a
Traspaderne por un lado y a Frías por otro- para el entierro del primo
Serafín que se murió el pobre por no tener ganas de nada. En verano se
pasaba el día contando las moscas pegadas en el papel engomado que
colgaba del techo y en invierno se dedicaba a rascarse los sabañones
hasta hacerse sangre, entonces su padre le medía las costillas de un
garrotazo para que parara. Su madre quería casarlo y le buscó de novia a
Maravillas, una chica algo retrasada pero higiénica que acabó dejándole
porque, al no tener ganas de nada, Serafín tampoco se bañaba y además
se dejaba largas las uñas de los meñiques para sacarse las cascarrias de
las orejas y de las narices. Así que Maravillas, muerta de asco y de
aburrimiento, lo dejó por otro de Santurdejo que criaba gallinas muy
ponedoras y tenía tractor. Serafín al final acabó bañándose porque
se echó al Ebro desde el puente y dejó que se lo llevara la corriente
sin mover pie ni pata. En el entierro su madre exclamaba: -El consuelo que me queda es que mi Serafín se ha ido de este mundo muy descansado. -¡Y usted que lo diga, señora! ¡Y más que va a descansar ahora! -Ya, ya. Eso sí es verdad.
La tienda de dulces “La Casita” está
abarrotada. La chiquillería acostumbra a comprar cacahuetes, pipas y
golosinas antes de entrar en el cine situado justo en frente. Berta hace cola en la taquilla todavía cerrada. Amparito, además
de coger puntos a las medias, ejerce de taquillera los domingos.
Amparito viene andando despacio vestida con falda tubo, conjunto
Pulligan beige, collar de perlas Majórica y zapatos de tacón de aguja.
Del brazo le cuelga un bolsito Grace Kelly de piel marrón. La sesión
de las cinco es sin numerar y nos agolpamos todos en la puerta para
coger buen sitio. Corro por el pasillo y me coloco en el centro de la
fila siete con los brazos extendidos a derecha e izquierda y gritando
histérica: ¡Están ocupadas! Se descorren las cortinas de terciopelo
verde, se apagan las luces y la sala se libra de quedar enteramente a
oscuras gracias a los pilotos de color rojo que señalan las puertas de
salida y a la linterna del acomodador que recorre el pasillo arriba y
abajo tratando de localizar asientos libres para los rezagados. En
el Nodo dicen que Jackeline Kennedy dio a luz prematuramente un niño que
no puedo sobrevivir y que treinta enmascarados asaltaron un tren postal
en Glasgow, apoderándose de cuatrocientos veinticinco millones de
pesetas. -¡Caray que tíos! Berta en el Nodo se relaja y no hace
esfuerzos para distinguir a nadie. Berta tiene catorce dioptrías en cada
ojo y se queja siempre de que no ve bien la pantalla. Hoy confunde a
Marisol con Isabel Garcés, la actriz que hace de su madre. En el descanso subimos al ambigú. -Dos jariguays de naranja, por favor. Dejo los dos reales en el mostrador plagado de charquitos del líquido pegajoso.
Después de los tres timbrazos de aviso volvemos a nuestros asientos
caminando sobre una alfombra de cáscaras de pipas y cacahuetes. -¿Queréis Sacis?
Yo me he comprado un tubo de monedas de chocolate Nestlé y con el papel
dorado vamos formando pelotillas que lanzamos durante la película
tratando de colocar alguna sobre el moño cardado de Margarita, hermana
de Berta a la que profesamos un odio africano por ser acusica y
metomentodo. A la salida, las farolas del paseo derraman una luz
amarillenta sobre el asfalto mojado. El domingo se acaba y una tristeza
honda se instala en mi interior, como si desprenderse del día fuera algo
más profundo que abandonar la luz y las horas gastadas. Remotas
despedidas de las que solo sabe el corazón.
El sacristán camina por el pasillo central
haciendo resonar su manojo de llaves, hace la genuflexión ante el altar y
se pierde por la puerta de la sacristía. Sentada en el banco voy repasando las estampas y recordatorios
que guardo en el misal. El más bonito es el de la comunión de Rafael
Salvatierra, primo de mamá. Un ángel protege con sus alas el Copón que
descansa sobre una nube, más abajo figura el nombre, la iglesia donde
comulgó y la fecha: 23 de Mayo de 1942. Mari Vega lleva un velo
negro sencillo y corto que hace de marco a su carita de rasgos dulces y
finos. Ana Mari no lleva velo y estrena zapatos de charol con una
hebilla dorada. Menchu luce una melena suelta retirada de la cara por
una diadema y tiene cara de enfado porque está castigada sin paga. No ha
querido decir por qué. Comento que quiero comulgar, pero que antes
debo confesarme y todas me acompañan al pasillo lateral donde están
situados los confesionarios. -Ave María Purísima. -Sin pecado concebida.
-Padre, hace un mes que no me he confesado y me acuso de haber mentido a
mi madre y a mi abuela, de haber faltado al colegio y de tener malos
pensamientos. La celosía deja pasar algo de luz y observo a don
Abilio que permanece con los ojos cerrados y murmura algún “hum, hum”
como haciendo ver que me escucha. Ante mi última confesión yergue la
cabeza en actitud interesada y la inclina hacia mí. -Qué malos pensamientos, vamos a ver. -Pues que se me moría mi madre y que a la perra de mi vecina doña Pepa la atropellaba un camión y también se moría la pobre. -Hija, esos no son malos pensamientos, los malos pensamientos siempre son contra el sexto y el noveno mandamiento. -¡Ah!
Me da la absolución haciendo una cruz en el aire y me manda que rece
cuatro Credos y un Ave María. Después de rezar mi penitencia siento que
lo de estar en gracia de Dios es una cosa estupenda y que si me muero
ahora mismo, voy derechita al cielo sin pasar por el purgatorio ni nada.
La sensación me dura poco porque Menchu, señalando un agujero en el
asiento delantero, dice que lo hizo un pedo que se tiró Marisol Centeno,
nuestra vecina puerca del número doce. Mari Vega lanza una carcajada
ahogada que hace que se oiga chistar a los de atrás recriminándonos.
En la fila para recibir la comunión tengo delante a Ana Mari que cojea y
lleva colgando del talón una tirita casi despegada. A medida que la
fila avanza comienzo a sentir remordimientos de conciencia por lo del
pedo. Eso sí debe ser un mal pensamiento porque tiene que ver con el
culo. Así que cuando don Abilio alarga la mano diciéndome “el cuerpo de
Cristo” no abro la boca y me retiro dejándole perplejo y con la hostia
suspendida en el aire. Finalizada la misa, las puertas de la
iglesia comienzan a vomitar el gentío que ocupaba de pie los pasillos y
el ábside. La misa de doce es la más concurrida por acabar a la hora del
vermut. Finalmente, los bancos también se van desocupando y al final
solo quedan media docena de beatas, no se sabe si dormidas o en profunda
meditación. El personal se desperdiga por las cuestas de bajada.
Unos hacia los bares, otros a paseo y nosotras a jugar a la comba bajo
los soportales hasta que llegue la hora de comer. Los matrimonios
salen de las confiterías con su paquete de pasteles pendiendo de los
dedos. Las calles los domingos a mediodía huelen a pollo asado y a Varón
Dandy. Un olor parecido a la felicidad.
La terraza del Café Suizo está desierta y
sobre los veladores aparecen todavía los restos del vermut. En el
velador más cercano a la puerta giratoria han estado sentadas la mamá de
Víctor de la Rosa, las viudas de Asenjo y Bonilla y la señora de Retuerto. Todas haciendo labor de punto.
Una oleada de aire caliente baja por El Arrabal arrastrando las
primeras hojas secas y haciendo que la sotana de don Abilio se agite
tras él como las alas de un cuervo. Viene de dar clase en el seminario y
entra en el portal de casa de su hermana, que deja caer las cortinas
del mirador y se mete hacia adentro al verlo llegar. Don Abilio
tiene maneras de gendarme de la iglesia, de abanderado de la carcundia y
de engatusador de infantes. Todo junto y a la vez. Don Abilio, cuando
dirige los ejercicios espirituales, nos llama zorras y sepulcros
blanqueados, pero a mí no me importa porque en casa estamos todos
bendecidos por el Papa Pío XII (mi abuela lo consiguió hace años pagando
doscientas pesetas) y tenemos indulgencia plenaria. Bajo los
soportales de la plaza y en las vitrinas adosadas a los arcos se exponen
las carteleras de los cines. En el Bretón de los Herreros echan una del
oeste (que descartamos porque casi no salen chicas) y en el Gonzalo de
Berceo ponen “Marisol rumbo a Río” que ya la hemos visto, así que
decidimos ir a merendar a mi casa y quedarnos a jugar en la solana.
Al salir de los soportales comienzan a caer unas gotas gordas como
garbanzos y un trueno rasga el aire. Doña Concha, que sale en ese
instante de su casa, se santigua dos veces; la primera por hacerlo
siempre al poner el pie en la calle y la segunda para rogar a Santa
Bárbara que no la parta un rayo. Nos saluda al pasar con una exclamación
de agobio. -¡Hola, majas! ¡Vaya sofoco de tarde! A ver si consigo llegar a la mercería sin ponerme como una sopa.
El olor a tierra mojada que brota de los jardines que rodean el
templete de la musica, se mezcla con el que ha dejado a su paso doña
Concha, un olor violento a perfume barato. -No se preocupe usted, serán cuatro gotas.
Pero las cuatro gotas se convierten pronto en un aguacero descomunal
que convierte la calle del Arrabal en un torrente. Las rejas de las
alcantarillas están cegadas por la acumulación de hojas, y el agua
buscando camino, arrea por la calle de La Vega arrastrando cientos de
palillos del suelo de la terraza del café y una pluma de paloma gris que
navega rápida y pronto se pierde de vista.
Las tardes de
verano suelen quedar dormidas en la piel de la memoria. A veces basta
una gota de lluvia para despertarlas y llevarnos ahí, al lugar donde el
rayo iluminó el corto espacio que fue nuestro.
Luci y Antonia comen pipas sentadas en los
escalones de piedra a la entrada del portal (haciendo poco caso del
refrán). La calle está desierta a esta hora de la siesta y un vaho
caliente flota en el aire quieto. Los balcones
de doña Pepa son un vergel y las surfinias rojas y moradas se alternan
con las plantas de olor, los pendientes de la reina y los rosales de
pitiminí. Los periquitos Colorín y Colorina picotean contentos la
lechuga en su jaula y la perrita Marilín, duerme tendida sobre las
frescas baldosas del comedor. De Antonia, la criada de don Jacinto
el vecino del primero izquierda, dice mi abuela que es una mula parda
pero Luci y yo decimos que sí es bruta, pero graciosa. Antonia es,
además, refranera, malhablada y buena persona. Antonia se queja de su cuñada Marisol. -Mi tío Angelito la colocó el mes pasao en una casa mu güena de Briones y ya la han echao por floja y apamplá.
-Pues, hija, se da unos aires la tía que parece la duquesa de Alba.
Aquí, cuando sirvió con tu señorito antes de que tú vinieras, se quejaba
siempre de lo cansada que estaba. -Como dice mi madre: "A la que no está hecha a bragas, las costuras le hacen llagas".
Deben levantarse para ceder el paso a los papás de Vicentín que salen
cargados de maletas y con prisas a coger el coche de punto de las cinco,
que les llevará a tomar las aguas al balneario de Arnedillo. Don
Vicente Mendiguren anda amarillo y con gran pérdida de carnes que
pareciera se han ido todas, mal colocadas, al cuerpo de su señora.
-Hay que ver, Luci de mi vida, en lo que se ha quedao este hombre,
parece una carcamonía. A ese, el año que viene le están llevando
crisantelmos al cementerio y si no, al tiempo. Por la escalera baja
olor a café. Doña Pepa ha prendido la radio y la voz de Elena Francis,
leyendo la carta de una atribulada radioyente, se cuela a través de lo
visillos. -“Mi querida y apreciada señora Francis, sospecho que mi
marido me es infiel con un hombre y no sé qué hacer, estoy desesperada”. -Luci, ese tío es lo mismo que mi señorito. -¿Homosexual? -No, maricón.
Tratándose de mulas y, a pesar de la rudeza de Antonia, yo prefiero las pardas a las Francis. Son como más de fiar.
A mí las conjunciones que más me gustan son
las adversativas, porque de adversidades en mi casa sabemos un rato. Sin
embargo de morfemas ando mal porque a mí, de las palabras (y de todo en
general) me gustan las partes gordas y amplias.
La gramática es una ciencia a la que algunos sacan un provecho de
miedo. Por ejemplo, Don Benito Pérez de Navas y González de Setién ha
convertido sus corrientes apellidos en una retahíla con sonido
aristocrático a base de atizarles conjunciones y preposiciones
entremedias. Don Benito empezó de chupatintas en el Ayuntamiento de
la Villa y Corte escribiendo a mano los diarios de sesiones y acabó
siendo Gobernador de Guadalajara. Allí contrajo matrimonio con una
señorita de la alta sociedad arriacense. Don Benito es especialista
en letras capitulares góticas y lombardas y también en soplar afinadas
melodías con papel de liar y un peine. Don Benito, al haber ascendido de
tan abajo en la escala social, a veces pierde el norte y comete
torpezas imperdonables a los ojos de doña Milagros, su señora.
El matrimonio nos recibe en el salón de su casa. Una estancia
recargada y ostentosa presidida por un retrato de la madre de doña
Milagros, que hoy no asiste a la reunión por hallarse indispuesta.
Los pesados cortinajes de terciopelo apenas dejan entrar la luz de la
tarde, calurosa y deslumbrante en la calle. Un gato gordo y con un ojo
de cada color, dormita entre cojines de petit point y la señora de la
casa se da aire con un abanico de varillas de nácar y una maja pintada
en el país. La criada, con cofia y guantes, nos sirve té helado con unas
pastas gomosas y revenidas. -Deben ustedes disculpar a mamá. Qué
más hubiera querido ella que recibirlas, pero un problema en las vías
urinarias la tiene postrada en la cama. Debió coger frío ayer sentada en
los bancos del paseo. Las tardes refrescan mucho. Don Benito apoya la intervención de su esposa y, atusándose las guías del bigote exclama: -Ya lo decía mi madre, que en gloria esté: “Ni en invierno ni en verano, pongas piedra bajo el ano”. Doña Mercedes deja en suspenso el gesto de llevarse la taza a la boca y descarga sobre su marido una mirada turbia y asesina.
Don Benito tiene la costumbre de reír sus propias gracias y se
desternilla atizándose palmadas en los muslos, que suenan como un “arre
borrico” dirigido a sí mismo. Cuando bajamos la escalera, mamá tampoco puede contener la risa. -De qué te ríes. -De que menos mal que ha rimado, hija, y ha dicho ano.
La gramática es como la sal… ¡Cambia tanto las cosas según cómo la uses!
Don Máximo de Aran pertenece a esa casta de
personas que hacen de lo inútil un arte como, por ejemplo, don Sabino
Ardanza que aúna el ejercicio de la medicina con la construcción de
catedrales hechas con palillos de dientes,
o como don Venancio Requejo, vecino también de la calle del Arrabal,
que mete barcos dentro de botellas y los deja varados para siempre sobre
la repisa de la chimenea. Hoy ha terminado de recluir en su casa de
cristal a “El Bounty”, velero británico del famoso motín. Don
Máximo de Aran se dedica a recopilar hijos Célebres de Albelda de Iregua
y le va pasando las noticias a don Constantino Garrán quien ya tiene
casi ultimado el primer tomo de la “Galería de Riojanos Ilustres” con
licencia del Arzobispado de Valladolid. Don Constantino Garrán,
después de dedicarle el libro a su padre, hace un ofrecimiento muy
sentido y escolástico: “Al poner la pluma en el papel para comenzar a
escribir este libro, le ofrezco muy de corazón a mayor gloria de Dios y
en honor y honra de San Millán de la Cogolla, Santo Domingo de Silos,
fundadores, y Santa Auria, Virgen, najerinos insignes y esclarecidos
hijos del gran Patriarca San Benito. Su celestial protección me valga
para darle feliz término, y su asistencia preciosa me sea constante
hasta el postrer suspiro de mi vida”. A don Constantino Garrán le huele la boca a pies. -Sí, claro. No tiene nada de particular. A los que escriben estas cosas les suele pasar. -¡Ah, ya! Don Venancio Requejo (el embotellador de barcos) se acuesta pronto, después de cenar un huevo duro y una sardina escabechada.
Don Venancio tiene un sueño profundo y roncador y cae en él escuchando
el tintineo de las jarcias de los veleros amarrados en los puertos de
cristal. Navíos a los que respeta el temporal y no hunde la galerna.
Puertos tristes y sin viento, como el corazón de don Venancio, que no
conoce el mar.
Los periódicos en mi infancia tenían más
aprovechamiento que ahora. Ahora, un periódico apenas sirve para
informar mal y si embargo entonces, una vez leídos, se cortaban y
pinchaban en un gancho en la pared del retrete. El único
papel que no se reciclaba para este fin era la hoja parroquial. En las
páginas de “El Correo Español/El Pueblo Vasco” se envolvían los
bocadillos y las castañas en otoño. Con las del diario “Ya”, al ser de
mayor tamaño, se abrigaban el pecho los que andaban en moto. Me
recuerdo sentada en el váter, leyendo en el TBO los inventos del
profesor Franz de Copenhague e imaginando cómo sería esa máquina que
conseguiría hacer vino con los zapatos viejos. Luci entra sin llamar. -¡Cagona!
Luci, en combinación, se lava los sobacos con “Heno de Pravia” y lo
hace cantando el “El bayón de Ana”: “Ahí viene el negro zumbón, bailando
alegre el bayón…”. Se contonea, hermosa y joven ante el espejo y, de
pronto, sus viejas zapatillas me dan tanta pena que me echo a llorar. -Luci: cuando sea mayor te voy a comprar unas zapatillas de bailarina.
Luci me limpia el culo con papel del “El elefante” y me da un beso
sonoro y apretado, un beso de labios calientes por ser de los que suben
directamente del corazón hasta la boca. -Señora: yo cualquier día me como a esta niña. -¿Y no podría ser hoy mismo? Mamá es la reina del sarcasmo, pero ahora no me importa porque en los brazos de Luci me siento a salvo. -Luci: ¿Por qué cuando te enfadas me dices que me vaya a cagar a la vía? Luci no contesta y se lanza conmigo en brazos por el pasillo: -“… Tengo ganas de bailar el nuevo compás, dicen todos cuando me ven pasar: ¿Chica, dónde vas? ¡Me voy a bailar, el bayón!”.
Lucía hizo honor a su nombre y su recuerdo quedó encendido en mí como
una estrella fugaz que se descuelga en el cielo de la memoria.
-¡Morena! Tienes los ojos como dos sartenes, que cuando te miro se me fríen los huevos. Luci se ríe, pero mi madre sale del comedor, desde donde ha oído el “piropo” del fontanero. -Diga qué se le debe y márchese, en mi casa no admito ese lenguaje. Y tú –señalándome- vete a tu cuarto a hacer los deberes.
El fontanero lleva un mono azul y unas alpargatas de esparto, se llama
Abundio y no es tonto, sólo es un hombre echao palante al que le gusta
requebrar a las mujeres de forma rústica. Abundio, sin embargo, quiere
enmendarse y aplica siempre mal lo que el llama un lenguaje “fino”. -Le he cambiado el bote “sinfónico”, asín que me tiene que dar usted veinte duros. Mi madre, arreglada para salir, saca el billete del bolso y se lo tiende con cara de asco. -Está muy elegante la señora. ¿Va usted de “pasedo”?.
Abundio también dice “bacalado” y “Bilbado”, se peina con brillantina,
lleva la raya tirada a cordel y, bajo su bigote fino, luce una sonrisa
blanca y perfecta. Mientras recoge sus herramientas canta de forma afinada y melodiosa:
-“Por ir a tu lado a verte, mi más leal compañera, me hice novio de la
muerte, la estreché con lazo fuerte y su amor fue mi bandera”.
Abundio tiene un cuerpo fornido y musculoso e iba para legionario pero
lo expulsaron del cuerpo por “piropear” a la señora del comandante
Espiroz. -¿El mismo piropo que le ha dedicado a Luci? -Peor.
Las familias a veces engendran seres extraños. Seres que, con un poco
de lustre y educación harían un buen papel hasta en la aristocracia. -No sé qué decirle: tánto como en la aristocracia… -O como Embajador en Guinea Ecuatorial. -Ahí ya no le digo yo que no. Abundio al pasar por la puerta le dice a Luci algo al oído. -¿Qué le ha dicho? -¡Y yo qué sé! ¿No le acabo de decir que se lo ha dicho al oído? -¡Toma, claro! Pero como usted es quien escribe la historia, igual sabe lo que le dijo. -Pues casi seguro que sí. Es lo que tiene ésto de escribir; que una cuenta lo que le da la gana. -Y se queda usted tan ancha. -A veces, no. A veces hasta lloro y se me pone el corazón encogido como una ciruela pasa. -¡Vaya por Dios! ¡Pues será porque usted quiere! -Pues sí, ahí lleva usted toda la razón.
El reloj de pared de tía Marita tiene un
carrillón tan profundo y grave que deja caer sobre los hombros el peso
de las horas y te deja baldada. De noche paran el péndulo y en el aire
queda suspendida la última campanada de las doce
como un eco que se cuela por todos los rincones de la casa, pasa bajo
la puerta de mi cuarto y se queda prendido en los visillos que ondean al
aire de la noche. Al amanecer, la Luisi baja a la vaquería de la
calle Eguilaz a comprar la leche y me trae el desayuno a la cama porque
el doctor ha dicho que debo reposar todas las comidas. Mamá y tía Marita
desayunan en el comedor. Ella vivió dos años en Londres cuando mi tío
fue destinado allí como agregado de la Embajada y, desde entonces,
comienzan el día a la inglesa, con huevos revueltos, pan tostado, bacon y
porridge (una especie de papilla de avena asquerosa). Todo servido en
porcelana de Worcester. Yo tomo tostadas con mermelada y dos cucharadas
de “Ceregumil”. Mientras Luisi limpia la casa, me deja la caja de
“Vasquitos y Nesquitas” en la que guarda programas de cine y teatro y
recortes del diario “Ya” con noticias que le parecen curiosas:
“Sensacional presentación en el Teatro Fuencarral del más famoso
hipnotizador de todos los tiempos: el Profesor Alba, con su enigmática y
sugestiva médium Gioconda”. En el cine Avenida proyectan “La mujer marcada” con Elizabeth Taylor, Laurence Harvey y Eddie Fischer.
También guarda recortes de anuncios: “Aprenda a disecar aves,
mamíferos, peces y toda clase de animales. Le enseñaremos por
correspondencia. Pida folleto informativo al Instituto Jungla. Goya 118.
Madrid. (Centro autorizado por el Ministerio de Educación Nacional)”.
En otro dice que el Ministro de Asuntos Exteriores, señor Castiella, le
ha puesto a Kubala la cruz de caballero de Isabel la Católica.
“Parte meteorológico: lluvias en Galicia, Cantábrico y cuenca baja del
Duero y en el curso alto del Ebro, algunas tormentas en los montes de
León, en la sierra de la Demanda y en la cordillera Ibérica. Riesgo de
chubascos en el Sistema Central”. El criterio de selección de recortes de la Luisi es un misterio. -Luisi: por qué guardas los partes del tiempo. -Porque sí. -¡Ah, ya!
Mamá me pone un vestido blanco almidonado y una chaquetita ligera de
angora para salir con tía Marita a pasear por los bulevares y a tomar el
vermú. Ellas toman “Cinzano” con aceituna y yo mosto con guinda.
Después del paseo, nos acercamos a la tienda de ultramarinos “La taza de
plata” que está en la calle de Apodaca esquina a Churruca. El
dependiente anota el pedido para enviarlo después a casa. Yo meto la
mano en la cuba de las sardinas de bota y después me la restriego en la
falda del vestido. -Marita: esta niña me trae por la calle de la amargura.
Por esa calle pasean mucho las madres estén donde estén. Debe ser tan
universal como la calle de enmedio por donde dicen siempre que tiro yo.
Mamá ha pedido una conferencia con Madrid y
después nos ha contado que Luisi, la muchacha de mi tía Marita, se ha
casado de la noche a la mañana con un señor de Aranda de Duero que tiene
una fábrica de morcillas. Mi tía Marita, atroz devota de San Antonio, ya está hablando de milagro porque Luisi; además de entrada en años y carnes es más fea que Picio.
Y habla de milagro porque en Junio me tocaba revisión con el doctor
Ruíz de Embito y fuimos mamá y yo a Madrid. El día trece, mi tía nos
llevó a la Luisi y a mí a la ermita de San Antonio de la Florida. Fuimos
en taxi desde la plaza de Barceló porque la Luisi se empeñó en ir
disfrazada de chulapa con gafas. Su prima Remedios, que también sirve en
Chamberí en la calle de Luchana, le dejó el vestido y mi tía Marita un
mantón de Manila de seda rojo que le iba como un tiro al vestido de
percal con lunares amarillos. Daban ganas de cuadrarse como los quintos
ante la bandera. Como no había clavel para la cabeza, se puso uno de
plástico de los que tiene en su habitación en un jarrón de barro con un
lema que dice: “Recuerdo de Torrelodones”. Mi madre viendo el panorama
decidió quedarse, más que nada porque mi madre a lo que más teme en el
mundo es a hacer el ridículo. A las puertas de la ermita se forman
cada trece de Junio unas colas larguísimas de mujeres que quieren
sacarse novio. Vuelcan trece alfileres en la pila bautismal y ponen la
mano sobre el montón. Según los que te queden clavados en la palma, ese
será el número de novios que te saques ese año. Hay alguna que saca clavados hasta seis alfileres. -¡Que vergüenza! -¡Caray, qué tía! -¿Qué quieren ustedes que haga? ¡Suerte que tiene una!
La Luisi sale de la ermita con la cara arrebolada y sonriente. Lleva un
único alfiler en su mano cerrada. Ella sabe que no vale cuando se
prenden muchos, el bueno es el que se clava fuerte, duele y hace sangre.
Como el amor.
Luci dice que en casa a veces hay un ambiente
en el que “se masca la tragedia”. Nadie sabe por qué, pero el territorio
pasa de ser “hogar” a “campo de minas”. Y cualquier cosa puede desatar
la guerra. -Me voy. -¿Dónde vas? -Por ahí. -Pues mira que bien; te vas a encontrar con tu hermana porque me ha dicho que iba al mismo sitio. Yo en esas ironías de mi madre no entro. Es más: salgo y me tiro a la calle como quien se arroja al pozo de la normalidad.
Para mí la normalidad es la casa de los Pérez Aguilar, que son catorce
hermanos y allí las tragedias no se mascan: se viven. En el chalet de
dos plantas cualquier niño puede, por ejemplo, caer por el hueco de la
escalera y levantarse como si tal cosa. Las brechas en la casa de los
Pérez Aguilar se cosen con el hilo de zurcir los calcetines. En la casa
de los Pérez Aguilar no se pierde ningún niño porque comen como limas y
no faltan jamás al recuento del mediodía. En casa de los Pérez Aguilar
las tortas se reparten de mayor a menor y aquí paz y después gloria. Se
sabe quien manda y las ironías se utilizan poco, se tiende más al
insulto sano y directo. -¡Adoquín! -¡Tarugo! -¡Tontolaba! -¡Gilipuertas! En mi casa no, en mi casa los insultos llevan carga de profundidad como los torpedos de un submarino. -Dios dame paciencia, porque si me das fuerzas la mato. -Dios: te la llevas o te la mando. En mi casa lo de que Dios está en todas partes se prueba empíricamente.
Las Pérez Aguilar tenían una tata que las dormía cantándoles “Perfidia”
y, tras cuarenta años sin vernos, me he reencontrado en estos días con
mis queridas amigas y comprobado que siguen siendo para mí como un
bolero: “Ese sentimiento disparatado que se canta”.
Nos reciben los ladridos de los perros y el
sonido de las chicharras en los pinos. El calor es sofocante y el azul
del cielo solo es manchado por jirones de nubes. Han segado los campos
de trigo y al caminar entre rastrojos
las piernas se arañan con las cañas cortadas. Junto al silo, aparece una
inmensa montaña de grano por la que trepamos para dejarnos caer
envueltas en una nube de polvo dorado que se pega a la piel y la
garganta. Junto a la caseta del pozo, mi madre nos hace señas para que volvamos. Nos refrescamos con el agua del cubo y vamos a jugar bajo el cerezo. -Yo era la tendera y vosotras veníais a comprar.
Teresina al ser sobrina de Manolita, la dueña de la tienda de
coloniales, siempre quiere ser ella quien que venda, pero como es medio
lerda no se lo permitimos. De mala gana, Teresina recoge piedras que harán de dinero. -Señora Teresina, estas chuletas son buenísimas. ¿Cuántas le pongo? -Póngame veinte kilos.
Le explicamos que las señoras no compran jamás veinte kilos de
chuletas, ni de nada. Pero ella se conoce que barre para adentro y vela
por los intereses de su tía Manolita. Estas cosas son cuestión de razas.
Por ejemplo: Teresina es de la raza de vendedores de coloniales, mi
primo Ramonchu (el de Rentería) es de la raza vasca y mi vecino Vicentín
es de la raza mostrenca. Sin embargo yo soy de la raza de las princesas
ocultas (como la zarina Anastasia), pero mi madre no me quiere
reconocer ese privilegio para poder seguir dándome tortas con total
impunidad. En un lateral de la caseta, y al resguardo del viento,
se alzan las llamas de una hoguera de sarmientos que, rápidamente,
queda reducida a unas brasas de color rojo vivísimo sobre las que
acuestan las parrillas con las chuletas de cordero. Bajo el cerezo
han tendido el mantel y en él descansa una fuente de porcelana blanca
llena de ensalada, un plato con una tortilla grande y redonda como una
luna, una cazuela de pimientos asados, las botellas de gaseosas “Peña” y
el porrón velado por el frescor del vino. Tras la comida, cada cual busca una sombra para echarse la siesta.
Y así me recuerdo: tumbada sobre la hierba viendo pasar las nubes, mi
cuerpo tan pequeño bajo un cielo tan grande y un sol tan amarillo.
Hoy, sobre la nueva hierba del presente, sigo mirando al cielo en la esperanza de ser yo, desde allí, la observada.
A doña
Escolástica García Pérez de Araciel y Rada, vecina de El Ferrol, le
dicen “Tica”. Su abuelo acompañó al coronel Oscáriz en sus expediciones
contra los Igorrotes, en las Islas Filipinas. Tica, a pesar de sus
rimbombantes apellidos, es una señora despistada, cercana y cariñosa y
su distracción favorita es meterse en la cocina con mi abuela para
aprender recetas que jamás pondrá en práctica. -Tica:
aprovechando que me los trajo ayer mi hijo Miguel, hoy te voy a enseñar a
cocinar cangrejos, una receta sencilla que no lleva más que la salsa de
tomate, que ha de ser natural y con los apaños muy medidos. Los tomates
han de estar muy maduros. Los lavas y los pones en la cazuela cortados
en trozos con cebolla picada muy fina, ajo y sal. La salsa debe hacerse
muy despacio. Después se pasa por el chino y se le añade aceite,
pimentón y guindilla, dejándolo cocer otro poco. -Ahora vamos a
capar los cangrejos antes de echarlos a la salsa. Mira Tica: los agarras
con la mano izquierda por los costados para que no te pellizquen con
las pinzas, levantas la aleta central del final de la cola y tiras. Así
sale esta espacie de tripa negra y se mueren. Seguidamente los echas en
la salsa y cuando se pongan rojos apagas el fuego. Los cangrejos recién capados colean desesperados en el fregadero. -¡Filla mia, eu mórrome antes de tocar eses bichos!
Tica, mientras mi abuela cocina se ha pegado dos lingotazos de
zurracapote que le han puesto las mejillas coloradas y los ojos
brillantes. Yo, a pesar del almuerzo de media mañana, echo barcos de pan en la salsa de tomate. -Presen: ¿Esta neta túa non terá a solitaria? Porque a nena come como unha lima.
Tica me ha traído una caja forrada por fuera de conchas y caracolas
y una botellita pequeña con arena de la playa de Valdoviño. Luci está de mal humor porque siente que han ocupado su territorio en la cocina.
-A esta señora no se le entiende nada y, encima, todo lo acaba en
iña: Luciña me llama, como si fuera yo portuguesa del Brasil. -¿Y mamá dónde está? -Tu madre se ha marchado al Congo por no aguantarte. Luci sale por la puerta, se vuelve y me saca la lengua mientras va canturreando por el pasillo: “Qué pasa en el Congo, qué pasa en el Congo, que al blanco que pillan, que al blanco que pillan lo hacen mondongo”.
Mamá me despierta cuando aún es de noche.
-¿Tú no querías ver cómo se cogen los espárragos? Pues anoche vino el
tío Miguel a traer cangrejos y dijo que a las seis estuvieras en el
portal. Luci ha metido papel y unas astillas
en la cocina y el fuego prende alegre y alto antes de sofocarlo con una
paletada de carbón y colocar los discos para cerrar la hornilla.
La leche deja una capa de nata en el tazón de loza, que retiro para
tomarla más tarde con azúcar. Mientras; Luci corta finas lascas de pan
apoyando la hogaza contra el pecho. -Las sopas de leche tienen mucho alimento. -Pues pa ti todas. Yo quiero un hornazo.
-¡Ay que maja! ¡En este mismo momento estaba pensando yo en llegarme
hasta el obrador a comprarle un hornazo y un poco de mierda en bote a la
niña! La lata del “Cola Cao” tiene dibujos de chinos y en el frente
de ésta pone “Botiquín”. También tenemos otra que pone “Pañuelos”. La
que ponía “Cartas” se la quedó Luci para guardar las que le manda su
madre. La madre de Luci es una señora muy graciosa y vestida de
negro que cuando baja del pueblo siempre viene a visitarnos por ver a su
hija. A veces mamá tiene que hacer esfuerzos tremendos para no reírse.
-¡Ay señora, yo las cosas las digo siempre con la boca bien alta! Y así
me va, porque hay quien que se agarra a un ascua ardiendo, o a una
sardina y a mí eso no me va porque esto ya exclama al cielo. A mí, cuando viene la madre de Luci me mandan a chiflar a la vía no vaya a ser que me ría y tengamos un disgusto con Luci.
El tío Miguel silba desde la calle y bajo los escalones de tres en
tres. Cuando llego al principal Laika y Marilín, las perras de Vicentín y
de doña Pepa se ponen a ladrar frenéticamente. Mi prima Vega lleva una cesta con el almuerzo y mi tío, de buen humor, me revuelve el pelo y me da una colleja en el culo. -¡Andando!
Al rebasar las últimas casas del pueblo, comienza a amanecer. El aire
es fresco y húmedo y los montes Obarenes se dibujan en un horizonte que
arropa amorosamente el valle. Sobre los robles y quejigos, vuelan
alimoches y halcones peregrinos. El campo huele casi a mar, de tan azul
el día. Los espárragos hay que sacarlos antes de que la punta
salga de la tierra y la luz del sol ponga oscura su blanca y delicada
yema. Mi prima y yo, enseguida nos cansamos de cogerlos y nos
dedicamos a explorar el terreno. Nos acercamos a la linde de una viña
donde hay un melocotonero cargado de fruta. Los melocotones de viña son
pecosos, perfumados y dulces. Como el rincón del cuello de las madres. Mi tío, en cuclillas señala un brote entre la hierba: -Son ajetes, están buenos en revuelto.
No sentamos en el lindero a almorzar de una tartera con jibias que ha
preparado mi tía Petra y media hogaza de pan rellena de unos trozos
hermosos de chorizo frito. El sol ya está alto y la bota pasa de mano en
mano. -¡A ver si os vais a poner piripis y voy a tener que cargar con las dos hasta casa!
Mi tío Miguel empuja su boina hacía la coronilla dejando ver un espacio
de frente no tocado por el sol. Las arrugas de su cara parecen cortes
de navaja y bajo sus ojos expresivos y alegres aparece una nariz potente
y con carácter. Ojos, manos queridas que ahora tampoco están, pero
que mi memoria rescata revolviendo mi pelo, posándose en los días con
más luz de mi infancia.
-Mañana a las cinco en “Berrozpe”, porque si vamos más tarde sólo quedan de chico y yo con la barra no me apaño. Este año vale a cinco pesetas la hora de alquiler. Yo, como llevo la bicicleta de mi hermana me ahorro el dinero. Veo
a Berta subiendo la cuesta y me admiro de que pueda pedalear de pie con
lo gorda que está. En cambio yo, nada más salir de casa ya me he
clavado el pedal en el tobillo no sé cuántas veces. -Me ha dicho mi madre que otro día salgamos más tarde, que con este calor nos puede dar una congestión.
En la carretera de Anguciana los árboles forman una bóveda verde por la
que se filtran los rayos del sol haciendo de la carretera un túnel
refrescante en esta tarde calurosa de verano. Hemos dejado atrás las
huertas y los venajos y aparecen a nuestra derecha los campos de viñas y
frutales. Bajamos hasta la ribera del río y nos sentamos a merendar bajo los chopos. Las bicicletas quedan tiradas en el ribazo.
-¡Me cago en la leche! ¿Qué pasa, es que no hay otro sitio en el río
para venir a joder la marrana? Aquí sin incomodar y calladas como en
misa, que nos espantáis la pesca. Mi tío Miguel y su amigo Carlos
vigilan el movimiento del sedal y sobre la hierba brillan varias loinas y
un barbo que todavía se arquea dando coletazos. Estamos calladas como muertas. Sólo se escucha el canto del jilguero y del tordo de agua.
Los dos pescadores han preparado reteles con cebos de sardina arenque
para pescar cangrejos y cuando los han echado en un remanso cerca de la
orilla se han hundido blandamente, dejando círculos en el espejo de
agua. Solo se ve de cada aparejo una cuerda que queda amarrada en las
ramas de la orilla. Mi tío, después de merendar, saca el paquete de “Ideales” y los dos hombres fuman en silencio.
En mi bolsa de rafia hay un bocadillo de filete empanado, un plátano y
una cantimplora con agua. Mi tío se acerca y nos pasa la bota y unas
tajadas de melón enfriado en el río. -Si no salimos ya, a la vuelta se nos hará de noche y yo no tengo faro, dice Berta.
Cogemos las bicicletas y atravesamos un campo de rastrojos. De pronto,
levantamos una perdiz que se posa y corretea seguida por media docena de
crías de andar borracho que se atropellan por seguir a la madre sin
quedarse atrás.
Así me veía yo desde que ella se fue, como una cría de perdiz buscando entre rastrojos.
Mi hermana se ha ido al pueblo con Luci por
sacar buenas notas. Y a mí me han apuntado a una academia por suspender
seis por los pelos. Lo digo porque cuando apruebo algo siempre me dicen
que ha sido por los pelos, pues digo yo que tendrá que valer también para suspender.
A falta de campo y playa, bajo al río armada con un bañador de tela de
algodón, fruncido por tiras de gomas que lo ciñen al cuerpo. El bañador
tarda años en secar y me deja las ingles desolladas. Llevo también un
gorro de baño con estribo bajo la barbilla y unas sandalias de goma con
hebillas. Mamá, con un sombrero de paja en forma de cono, permanece a
la sombra, sentada en una silla de tijera y charlando con una señora
que viene cada año de veraneo con su hijo Antxon. Su marido se queda en
Amorebieta al cuidado del comercio y viene solo los domingos. Mamá, cada tanto, cuenta las vueltas de la labor. -Este perlé me da mala espina, creo que hará bolas a la primera lavada. -¡Ené, Mª Luisa, pero si ya te dije no compraras! Mamá me hace señas para que me acerque a saludar. -Kaixo, Nené. -Hola. -Báñate con Antxonito, neska. Como nadar sabes tú, tranquila me quedo. La madre de Antxonito habla castellano como los indios navajos de las películas americanas.
En la orilla hay piedras cubiertas de un musgo resbaladizo y hay que
andar con cuidado. El río baja manso en esta zona y conozco cada tramo.
Sé que debajo del segundo arco del puente no se hace pie, así que nos
quedamos bajo el primero, donde el agua nos llega a la cintura. Antxonito mueve brazos y piernas como si le estuviera dando un ataque. No se hunde porque lleva un flotador con forma de pato. -¡Ama: mira, ya nado! Su madre hace gestos con las manos y lo mira embelesada con la cara cubierta con varios kilos de Nivea.
Antxonito lleva un moco asqueroso colgando y una expresión de triunfo
que da más asco todavía. En ese momento me posee un odio terrorífico y
aprovecho que su madre no mira y le hago una aguadilla prácticamente
mortal. Cuando consigue sacar la cabeza del agua ya no tiene el moco
pero sí un berrinche que no le deja romper a llorar. La vasca gorda y mi madre vienen corriendo y yo salgo huyendo mientras escucho a mi madre gritar: -¡Verás cuando te pille!
De vuelta en casa, y antes de que la zapatilla de mi madre entre en
acción, subo al desván y me escondo en el armario. He descubierto que
puedo llegar a ser una asesina de niños vascos con mocos y eso me asusta
un poco, pero menos que la zapatilla de mi madre.
Aunque yo haya estado estos días de mi corazón
a mis asuntos, el primero ha permanecido en la escalera, huérfano de
palabras y expulsado de un paraíso en el que Eva desertó de manzanas. Y,
en mis asuntos, las manos han trajinado salsas, cuajado
postres, encandilado asados, pero el aroma no atravesó el zaguán y en
mi escalera seguía oliendo tercamente a ausencia. A veces, llamar a las
palabras por su nombre resulta un imposible cuajado de haches mudas.
Sólo los perros las pronuncian y nos salvan de hablar de tonterías.
Estoy con un cansancio de varias vidas. Ha
salido el sol, pero sólo en el cielo. Todas las puertas de mis
personajes están cerradas y en la escalera reina un silencio hondo.
Sobran tinta y papel si no me habla la voz que necesito y calla. Hoy
estaré esperando, esperando sentada en el cuarto peldaño.
Aquí tenemos de nuevo a Vicentín, sus
cualidades han crecido con el paso del tiempo y ahora tiene como únicas
rivales en brutalidad y pesadez a las mulas. Sentado en el bonito secreter de doña Gracita, se dedica a rizar las
puntas de las hojas de la Enciclopedia Álvarez hasta convertirla en lo
más parecido a una escarola. Su mamá le toma la lección. -Vamos a ver Vicentín, hijo, si me dices el futuro imperfecto del verbo ser. -Yo seriese, tú serieses, él seriese… Don Vicente alza la vista del periódico y mira a su hijo con cara de conmiseración. -Si hijo, di que sí, tú que lo que vas a ser es más tonto que un cerrojo si Dios no lo remedia.
Sin embargo, Vicentín es muy hábil a la hora de retener e inventar
jotas y canciones. Ahora su madre anda preocupada porque al chaval se le
ha metido en la cabeza participar en el concurso de joteros: “La
Oportunidad”, que convoca Radio Rioja. -Mamá: mira que estrofa tan bien traída. Vicentín se coloca en jarras y su madre le alisa el flequillo con saliva.
“Asómate a la ventana, cara de melón podrido, que según tienes la cara, similar tendrás el higo.”
-¡Dios de mi vida! Vicentín, hijo, eso no lo puedes cantar en la radio ni en broma. -Espera, que la estrofa final es la mejor:
“Chulita, más que chulita, Por muy chulita que seas, no dejarán de mojarse tus pelillos cuando meas”.
Don Vicente cierra los ojos y se persigna. Doña Gracita se acerca a la
nariz el frasco de las sales y Manolita, la doncella, se lleva a
Vicentín a la cocina y le atiza dos sonoros besos en los rollizos papos. -No hagas caso hijo, tú llegarás lejos. ¡Que letras más bonitas y qué sentimiento!
Al final hubo suerte y Vicentín no pudo asistir al concurso de radio
porque se achicharró la cara y el pelo con el juego de química
“Cheminova” que le habían traído los reyes y para el que se daba mañas
de nigromante mezclándolo todo con pólvora de cartuchos de caza.