
Mi abuela no descubrió la electricidad, pero casi. En mi casa, la instalación eléctrica es un caos y resulta verdaderamente milagroso que nadie haya muerto electrocutado al intentar enchufar cualquier aparato. Todo son empalmes a base de esparadrapo, resistencias quemadas y planchas con láminas de amianto plateadas como lomos de sardinas.
Se funden los plomos por segunda vez en esta noche todavía fría, de primavera.
-¿Se puede saber qué habéis enchufado?
A medida que voy acercándome a la cocina, el olor a baquelita quemada se hace más intenso.
-Toma: pela este cable, a ver si consigues sacar unos hilos para arreglar los plomos.
-¿Cuántos quieres, abuela?
-Vamos a meterle un manojo gordo, así aguantará más.
-Abuela: dice el tío Miguel que parecemos una sucursal de la “Vasco-Alavesa” y que cualquier día vamos a tener una desgracia.
Entonces ella me larga una retahíla sobre electricidad negativa, positiva, los filamentos y qué sé yo cuántas cosas más. Conviene cortarla rápido cambiando de tema.
-Abuela: ¿Tú crees que llegarán a la luna los americanos?
-Hija; lo importante no es saber si van a llegar, sino para qué quieren llegar.
En momentos así, miro a mi abuela con respeto reverencial, como si dentro de ella viviera una mujer extraordinaria que asomara sólo en momentos mágicos como éste.
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