La casa de El Arrabal además de olores propios
tiene también sonidos particulares que se van desgranando con las horas
del día, como las campanadas de un reloj que no marcara el tiempo sino
el ritmo preciso de la vida.
A las
ocho en punto, suena la persiana metálica de la tienda de coloniales y
Sebastián va colocando en exposición cerca de la entrada los sacos
abiertos de legumbres y la enorme rueda de madera con sardinas arenques
doradas y brillantes.
El llavín da tres vueltas y es Luci que
regresa con la candaja de la leche. Las astillas sueltan lenguas de
fuego ahogadas por la primera paleta de carbón del día. La cocina, con
el tiro abierto ruge y calienta el puchero de leche, que ha de hervir
para evitar las temidas fiebres de malta. Mamá vuelve de misa y sus
tacones golpean cadenciosos las tablas del pasillo.
A las nueve,
poco más o menos, abre Amparito su pequeño tabuco del portal. Hoy lleva
falda tubo de mezclilla muy gastada y un conjunto de jersey y chaqueta
azul claro. El negocio empieza a decaer en cuanto llega el verano y las
parroquianas dejan de ponerse medias y sólo llevan a coger los puntos
las viudas y las señoras mayores. Para Amparito la llegada del verano es
una tragedia.
Suena la falleba del balcón de doña Pepa que saca la
jaula de "Colorín" y "Colorina" para colgarla al aire y al sol de las
primeras horas de la mañana. Les pone su hoja de lechuga sujeta entre
los barrotes y ellos cantan la mar de contentos.
Hoy, desde el
portal, sube el sonido de los zurriagazos que le atiza a la lana el
hombre que una vez al año viene a rehacer los colchones. La vara de
avellano rasga el aire como silbando y se estrella contra los vellones
de lana apelmazados, ahuecándolos y haciendo que queden suaves y
mullidos. El hombre cose los colchones con una aguja gigantesca y suele
acabar su trabajo ya anochecido, justo cuando vuelve a oirse la persiana
de la tienda de coloniales para echar el cierre. El sonido de la suma
del día.
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