
En mi familia los estados de felicidad causaban inquietud. La alegría era sospechosa y olía a pecado. Se valoraba sólo lo conseguido con esfuerzo. Se premiaba el dolor, se castigaba la diferencia. Ser diferente era lo peor que podía ocurrirte y yo tenía la certeza de ser diferente hasta en lo físico.
Me habian inoculado el sentimiento de culpa de forma tan eficaz que aún sigue haciendo efecto la vacuna y, en ocasiones, debo rebuscar a fondo en la botica de mis seguridades para conseguir quererme.
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