A medida que fui creciendo, la puerta de mi
casa con su aldaba en forma de puño empezó a dar paso al territorio del
temor y, casi siempre, al traspasar el umbral pensaba qué podía haber
hecho mal, qué cosa no estaba en su sitio fuera
o dentro de mí. A la edad tan tierna de mis seis años ya sabía que no
iban a quererme si no hacía méritos, que el amor había que ganarlo, que
era algo condicionado y sólo se me entregaría como un premio y no como
un derecho.
En mi familia los estados de felicidad causaban
inquietud. La alegría era sospechosa y olía a pecado. Se valoraba sólo
lo conseguido con esfuerzo. Se premiaba el dolor, se castigaba la
diferencia. Ser diferente era lo peor que podía ocurrirte y yo tenía la
certeza de ser diferente hasta en lo físico.
Me habian
inoculado el sentimiento de culpa de forma tan eficaz que aún sigue
haciendo efecto la vacuna y, en ocasiones, debo rebuscar a fondo en la
botica de mis seguridades para conseguir quererme.
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