Una decide ir construyendo la vida que no tuvo
a través de imágenes rescatadas de espacios amables de la memoria de
otros; al fin y al cabo nadie de los de entonces está vivo para
contestar ni quejarse si cuento cosas alejadas de la verdad.
Fui una criatura empeñada en ser feliz. De huesos largos y pelo lacio y
amarillo, en realidad era una niña destinada a tocar el piano y morir
tísica en plena juventud, pero me salvaron la Quina Santa Catalina y las
inyecciones de sulfato ferroso. Creo que influyó también el hecho de
llamarme como una hermana muerta (la probabilidad de que dos hijas
mueran con el mismo nombre debe ser remota).
Dos veces al año
viajaba con mamá a Madrid para que me viera el doctor Ruíz de Embito,
una eminencia en enfermedades del tórax. Nos alojábamos siempre en casa
de tía Marita, un piso inmenso en la plaza Barceló. A mí me gustaban
muchísimo estas pequeñas vacaciones, en las que mí tía me llevaba a
comer emparedados a “Rodilla”, y a los cercanos cines Barceló, Roxy,
Paz y Proyecciones a ver películas toleradas. Algunos años antes,
cuando se estrenó Gilda, en la que Rita Haywort se quitaba el famoso
guante mientras cantaba con voz sensual la “Put the blame on mame”,
desató las protestas de los curas, que prohibían en colegios y púlpitos
la asistencia a la película (clasificada por la censura con un 3R, que
quería decir: para mayores con reparos). En el cine Barceló, vimos “Los
diez mandamientos” y en el Roxy A “Trapecio”, y “El mayor espectáculo
del mundo” (de éstas últimas disfruté mucho porque me encantaba el circo
y sobre todo Pinito del Oro haciendo aquellas maravillas en el aire).
En la puerta de los Roxy solía estar el personaje más estrafalario que
yo había visto en mi vida: una mujer delgadísima, con abrigo de
imitación de piel de leopardo y una melena teñida de rubio platino que
asomaba bajo una gorra de charol. Iba calzada con unas botas blancas de
plataforma y pintada con un lápiz de labios rojo intenso. Voceaba su
extraña mercancía con desgana, como si le importara poco venderla o no.
Yo la llamaba “la rusa”.
Recuerdo que cuando me preguntaban qué
quería ser de mayor contestaba: “Yo quiero ser vendedora de chistes de
amor como la rusa de los Roxy”. Y siempre me devolvían una mirada de
lástima, la misma que yo les había visto dirigir tántas veces a
Reglita, una niña retrasada mental que vivía en el doce. Así que como no
me gustaba que me miraran como a Reglita, aprendí a contestar que
quería ser peluquera solo de señoras rubias y aquello les hacía mucha
gracia.
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