martes, 2 de julio de 2013

La Sisina

Terminé de montar la maqueta del tren cuando la noche comenzó a apropiarse de las esquinas más hondas de la habitación. Las vías hacían un recorrido sinuoso entre pequeños montes pelados coronados por nieve artificial. En las laderas aparecían esparcidas aquí y allá casas de labranza con tejados de pizarra a dos aguas que se asomaban  a praderas del verde intenso de las mesas de billar. Allí pastaban rebaños de vacas de raza Betizu con sus largos cuernos en forma de lira.

El reloj de la estación se hallaba detenido a las cinco y diez, y en la puerta de la cantina había un perro desproporcionado colocado allí por mi nieto Rubén quien lo había rescatado del interior de un huevo Kinder. El cartel colocado a la entrada de la estación rezaba: “La Sisina” y al final del andén un arco de medio punto se  abría a un túnel oscuro que se adentraba en la cadena montañosa. La locomotora de vapor Manresa y Guardiola con sus cromados brillantes y la casilla del maquinista pintada de rojo, esperaba dispuesta la señal de salida del Jefe de Estación.

     Apagué la lámpara y con la luz escasa que entraba por las ventanas, comprobé que el paisaje que habitaba el tren adquiría un clima más íntimo. Más real en su miniatura, parecía desprender una especie de aliento y vida oculta.

    Esa noche soñé que llegaba a “La Sisina” y que descendía del vagón entre el vocerío de los maleteros y de las mujeres que vendían cuartillos de leche y mantecadas. Entré en el pueblo y me encaminé a la fonda que me había recomendado el maletero alabando su limpieza y su ubicación en la plaza mayor, ésta con una fuente de siete caños que llenaba los cántaros de las mujeres y apagaba la sed de las caballerías.

    Me pusieron de almuerzo una carne que parecía haber muerto de muerte natural por lo dura y correosa y,  tras un aguardiente casero que consiguió disolver en parte la contundencia del guiso, me dispuse a recorrer el pueblo de caserío más bien escaso, pero rico en huertas atravesadas por una acequia rumorosa en cuya linde avanzaban en fila india los frutales cargados de membrillos y melocotones que habían recogido el calor del verano que tocaba a su fin.

En un recodo del camino apareció un  prado con un solitario nogal. Tendí la chaqueta sobre la hierba y dormí largo rato. Me despertó con violencia el reloj digital  desgranando las noticias sobre  el caso Gurtel y permanecí quieto, con los ojos cerrados, deseando que el sueño fuera este despertar y mi vida real siguiera suspendida bajo el nogal de La Sisina.

Me incorporé, y mis ojos por fin abiertos se posaron sobre la almohada en la que reposaba una nuez perfecta, dorada… como un regalo de los dioses.

Nené Ortiz