viernes, 28 de marzo de 2014

No tocar

En mi casa hay dos objetos que me gustan muchísimo: una figurita de la virgen del Pilar que brilla en la oscuridad con un verde intenso como de central nuclear y una bola de cristal que, cada vez que la giras, hace nevar sobre la torre Eiffel (que está en Francia). Esta bola llegó a casa con la bajilla de Duralex y la botella de agua de la virgen de Lourdes. También me gusta mucho el cajoncito del molinillo de café, la lata de los botones, la caja con vitolas de puro y el tubo de Optalidón donde guarda mamá mis dientes de leche después de negociar con el ratón Pérez. Estos son los objetos que yo rescataría en un incendio (y no la cubertería de plata como advierte mi madre).
La mayoría de las cosas de mi casa no se pueden tocar. Mejor dicho; YO, no las puedo tocar. Es más, en mi casa las frases: “eso no se dice” y “eso no se toca” son las más usadas, junto al “porque lo digo yo” como cierre de la conversación. Cuando toco algo que no debo y me pillan, siempre me dicen que mejor me toque las narices y eso no me cuesta trabajo hacerlo porque me gusta pegar los mocos debajo del tablero de la mesa de la cocina.
-No vayas a tocar la plancha, que está caliente.
Luci almidona los visillos del mirador y en la cocina huele a potaje de cuaresma.
-Deja el botijo en su sitio y bebe agua en vaso, no sea que lo rompas.
Nada más decirlo, el botijo resbala de mis manos y se hace cascotes sobre los mosaicos negros y blancos.
-¡Esto es el acabose! Tú no tienes manos, tú tienes patas como los burros.
-¡Señoraaaaa!
Me saco a mí misma a la escalera antes de que me mande mi madre. Yo tengo iniciativas, aunque no se me valoren.
Hace poco, saqué de su cunita el niño Jesús de mi hermana para abrigarlo porque estaba en bragas y, nada más cogerlo, se le partió el brazo derecho por la ingle. Ha sido un drama grandísimo porque era un niño Jesús y, en mi casa, hasta besamos el pan cuando se cae al suelo, con eso lo digo todo. Yo lo del pan lo entendí tarde (como todo lo demás) cuando me explicaron que el pan era de Dios y las chuletas sin embargo no.
Al final, los motivos que te alejan de la iglesia son insondables, como los caminos del Señor.

El corazón

Camino del colegio los lápices despuntados suenan dentro del plumier de dos pisos. Un plumier de madera con un dibujo en la tapa corredera de la ratita presumida.
Salgo de casa con el uniforme planchado y el pelo tan estirado que voy a terminar teniendo cara de china. La camiseta me pica un horror y la faja intex se me enrolla en la cintura. La faja en mi casa es obligatoria y tiene la finalidad de abrigar lo que mi abuela llama “la caja del cuerpo”. Según ella, si llevas esa parte resguardada puedes ir con lo demás al aire sin peligro de catarros. Esto, en mi caso, está comprobado empíricamente que no funciona porque yo me los pillo mortales. En inviernos de fríos intensos y grandes nevadas y hasta que se inventaron lo leotardos, fuimos al colegio con calcetines y las piernas desnudas.
Entramos al colegio a través de una puerta verde metálica que se abre a un patio grande en el que hacemos la gimnasia, jugamos al baloncesto, al truquemé, al rescate, a la goma… A la izquierda del patio y subiendo dos escalones aparece una pequeña zona arbolada con un estanque. En su centro se yergue una figura de María Inmaculada y a sus pies, entre trozos de pan, hojas secas y algún envoltorio de caramelo, nadan peces anaranjados.
De abrir la puerta principal, ayudar en tareas del comedor y hacer recados se encarga Consuelito, una niña de las que estudian con beca. Consuelito tiene prohibido llevar uniforme para que no la confundan con “las de pago”. Consuelito es una niña listísima que saca las mejores calificaciones. Escribe con una letra muy pequeña y aprovecha toda la superficie del papel, incluso los márgenes. Ella no pone el punto sobre la i con forma de circulito, ella lo pone normal y corriente.

Consuelito ha llegado a ser una gran cirujana cardiovascular en el hospital Clínico San Carlos de Madrid. Es discreta y eficaz, no alardea, y su función principal es la de reforzar los graves. Consuelito es como el contrabajo en la orquesta.
Consuelito repara corazones de otros porque conoce en carne propia el sentimiento de tenerlo roto.
Consuelito sin embargo no ha tenido que reparárselo a ninguna de las monjas del colegio. Será porque ellas son paces de vivir sin él, como las medusas, los gusanos y los alienígenas.

La sandalia sin tacón

Pinedo, el zapatero, me quiere. Cuando nos persiguen los chicos para tirarnos chinas, él me deja pasar a su taller para esconderme. Me quedo absorta mirando cómo extiende el pegamento en un trozo de cuero y lo coloca sobre la suela estropeada recortando los bordes con la cuchilla. Después, mete el zapato en un soporte de hierro y aporrea la suela con el martillo.
La mesa está llena de celdillas de madera y en cada una hay clavos de distintos tamaños.
-Pinedo: me gusta mucho tu trabajo, cuando sea mayor me haré zapatera.
-Anda, anda, no digas tontadas.
Él saca la tartera del almuerzo envuelta en una servilleta de cuadros azules y un trozo de hogaza dorado y brillante.
-Hoy me ha puesto mi señora tortilla de escabeche. A mí es que el escabeche me gusta mucho.
-Y a mí también.
Pinedo corta un trozo de pan y le pone encima parte de su tortilla.
-Toma hija, verás que buena está.
Lleva en la bota un vino recio de cosechero y me la pasa advirtiéndome que beba solo un sorbito.
En la Rioja los niños probamos el vino desde pequeños. A veces, como merienda, sobre pan macizo con azúcar por encima o en las comidas mezclado con gaseosa o agua. El vino cría sangre y amor y respeto por la tierra que lo pare.
-Pinedo: ¿Tú eres feliz? Yo es que de mayor, aparte de zapatera, quisiera ser feliz.
-Pues, hija de mi vida, será mejor que te pongas ya a ello porque yo lo veo la mar de difícil. Igual estudiando…
-Pinedo: ¿Tú crees que mi madre resucitará si estudio y me como siempre las lentejas sin rechistar?
Pinedo pasa su mano por mi pelo con una ternura que desmiente su aspecto rudo y le pone los ojos brillantes.
-¡Cosas más raras se han visto, oye! Tú, mientras resucita, ponte a estudiar y eso que te llevarás por delante.
Me despide con una sonrisa forzada mientras se limpia una lágrima con gesto rápido.
Al salir me cruzo con una señora que lleva mal envuelta en papel de periódico una sandalia blanca sin tacón.

(Hasta en las infancias más tristes (y quizá sólo en estas) existe un “Portuga”*, un personaje adulto que nos consuela con su sola presencia. Un cómplice en el mundo de los mayores capaz de ver lo solos, temerosos, inseguros y culpables que nos sentimos por el hecho de ser niños.
La infancia es, a veces, un lugar deshabitado, un espacio en el que buscarse a través de la nada y en el que existimos en la medida en que somos amados.
Un tiempo al que, a pesar de todo, quisiera en ocasiones volver sólo para encontrarme con Pinedo, el zapatero amable de mi calle y contarle que un instante de mi felicidad le pertenece).

*Personaje de la novela “Mi planta de naranja-lima”. J.M. Vasconcelos.