lunes, 16 de diciembre de 2013

Hacerse la muerta

A mí me gustaba bastante hacerme la muerta. Me tumbaba en el suelo en alguna postura inverosímil y esperaba a que apareciera mi abuela que, proclive a ponerse siempre en lo peor, se asustaba muchísimo.
Sin embargo, si era mi hermana quien aparecía en el momento de mi acto mortal, se limitaba a patearme el hígado hasta que reaccionaba.
Mamá, en primera instancia, se cargaba de paciencia y se limitaba a reconvenirme de modo suave (siempre les cabía la duda de que yo estuviera mal de la cabeza como mi tía Elvira)
-Nené, hija; eso de hacerse la muerta está feo. Tú disfrázate de Sissi o ponte a imitar a Genoveva de Brabante que se te da tan bien.
-Mamá es que me aburro
-Pues cómprate un mono (mi hermana aportando soluciones imposibles)
-Pues cómpratelo tú (yo, en estos casos, era poco ágil a la hora de responder –y poco ágil en general-. Las respuestas ocurrentes y dolorosas a esos ataques se me ocurrían después, cuando la persona a la que iban destinadas estaba en Pamplona o lejísimos).
-¡Socorroooo ! (Luci acababa de descubrirme desvanecida junto a la fresquera)
Mamá, en segunda instancia y liberada de paciencia, aparecía con la zapatilla en la mano y me atizaba una tunda de órdago.
A mí, esas dos personalidades tan diferentes de mi madre me dejaban estupefacta y me producían (además de humillación) una admiración sin límites hacia sus dotes interpretativas.
A la hora de merendar aparecía con el bocadillo en la mano y la sonrisa en los labios
-A tí te va a pasar como a Pedro y el lobo, que un día te vas a morir de verdad y vamos a dejarte ahí tirada porque nadie se lo va a creer.
Que lista era la tía.
©Nené Ortiz

 Ilustración: Catrin Welz-Stein