A mí me gustaba bastante hacerme la muerta. Me
tumbaba en el suelo en alguna postura inverosímil y esperaba a que
apareciera mi abuela que, proclive a ponerse siempre en lo peor, se
asustaba muchísimo.
Sin embargo, si era mi hermana quien aparecía en el momento de mi acto mortal, se limitaba a patearme el hígado hasta que reaccionaba.
Mamá, en primera instancia, se cargaba de paciencia y se limitaba a
reconvenirme de modo suave (siempre les cabía la duda de que yo
estuviera mal de la cabeza como mi tía Elvira)
-Nené, hija; eso de
hacerse la muerta está feo. Tú disfrázate de Sissi o ponte a imitar a
Genoveva de Brabante que se te da tan bien.
-Mamá es que me aburro
-Pues cómprate un mono (mi hermana aportando soluciones imposibles)
-Pues cómpratelo tú (yo, en estos casos, era poco ágil a la hora de
responder –y poco ágil en general-. Las respuestas ocurrentes y
dolorosas a esos ataques se me ocurrían después, cuando la persona a la
que iban destinadas estaba en Pamplona o lejísimos).
-¡Socorroooo ! (Luci acababa de descubrirme desvanecida junto a la fresquera)
Mamá, en segunda instancia y liberada de paciencia, aparecía con la zapatilla en la mano y me atizaba una tunda de órdago.
A mí, esas dos personalidades tan diferentes de mi madre me dejaban
estupefacta y me producían (además de humillación) una admiración sin
límites hacia sus dotes interpretativas.
A la hora de merendar aparecía con el bocadillo en la mano y la sonrisa en los labios
-A tí te va a pasar como a Pedro y el lobo, que un día te vas a morir
de verdad y vamos a dejarte ahí tirada porque nadie se lo va a creer.
Que lista era la tía.
©Nené Ortiz
Ilustración: Catrin Welz-Stein