
La mayoría de las cosas de mi casa no se pueden tocar. Mejor dicho; YO, no las puedo tocar. Es más, en mi casa las frases: “eso no se dice” y “eso no se toca” son las más usadas, junto al “porque lo digo yo” como cierre de la conversación. Cuando toco algo que no debo y me pillan, siempre me dicen que mejor me toque las narices y eso no me cuesta trabajo hacerlo porque me gusta pegar los mocos debajo del tablero de la mesa de la cocina.
-No vayas a tocar la plancha, que está caliente.
Luci almidona los visillos del mirador y en la cocina huele a potaje de cuaresma.
-Deja el botijo en su sitio y bebe agua en vaso, no sea que lo rompas.
Nada más decirlo, el botijo resbala de mis manos y se hace cascotes sobre los mosaicos negros y blancos.
-¡Esto es el acabose! Tú no tienes manos, tú tienes patas como los burros.
-¡Señoraaaaa!
Me saco a mí misma a la escalera antes de que me mande mi madre. Yo tengo iniciativas, aunque no se me valoren.
Hace poco, saqué de su cunita el niño Jesús de mi hermana para abrigarlo porque estaba en bragas y, nada más cogerlo, se le partió el brazo derecho por la ingle. Ha sido un drama grandísimo porque era un niño Jesús y, en mi casa, hasta besamos el pan cuando se cae al suelo, con eso lo digo todo. Yo lo del pan lo entendí tarde (como todo lo demás) cuando me explicaron que el pan era de Dios y las chuletas sin embargo no.
Al final, los motivos que te alejan de la iglesia son insondables, como los caminos del Señor.