Mi Ángel de la guarda murió de un infarto. De
los otros tres que guardaban las esquinitas de mi cama, supe que se
habían hecho baptistas para no tener que proteger a niñas como yo.
A mí los accidentes se me superponían y las costras en las rodillas también se me superponían.
En otoño, los jardineros apilaban las hojas secas en grandes montones
bajo las balaustradas del parque. La altura desde la parte superior de
las mismas a los montones de hojas era considerable.
-La virgen se tiró y no se mató, yo me tiraré y tampoco me mataré.
Aquello era un decir, porque matarte no te matabas, pero te
descalabrabas fijo. Y este era el tipo de juegos a los que me entregaba
con mas devoción y ahínco, con la vocación autolesiva de un recluso de
Alcalá Meco. En mi casa la Mercromina se compraba en garrafas, con eso
está dicho todo.
Me trajeron los reyes un saltador Gorila y yo
bajaba saltando escalones (que eran de madera barnizada con pinki) desde
el tercer piso. Las vecinas se quejaban, pero como ya entonces era
huérfana y, según ellas loca, me lo permitían todo.
-Pobrecita, cualquier día se parte la crisma
-Menos mal que los niños tienen un Ángel de la guarda, que si no...
-Menos mal, si señora. Ha dicho usted el evangelio.
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