Os presento uno de los capítulos de la triste historia de Vicentín (algunos ya lo conocéis).
Vicentín era un niño feróstico que se ponía imposible en cuanto le
llevaban la contraria. Vicentín tenía una madre añosa y consentidora a
la que hacían mucha gracia las travesuras de su niño.
-Señora; el niño le ha metido una perdigonada en el trasero al hijo del portero.
-Hijo; no tires con la carabina dentro de casa, no le vayas a dar a alguien importante.
Y la criatura se asomaba al balcón y disparaba a los gorriones que
hacían sus nidos sobre las frondosas acacias del paseo. Los cadáveres
ensangrentados de las pequeñas aves caían sobre los transeúntes, que no
alcanzaban a ver al furtivo y aligeraban el paso para evitar ser heridos
por alguna bala perdida.
Vicentín apenas estudiaba pero era experto
en varios deportes: cazaba moscas con habilidad de entomólogo y gozaba
arrancándoles las alas. Convertía en flechas las varillas de los
paraguas viejos y con ellas practicaba el tiro con arco. Tenía el record
de salto de tapias debido a la longitud y a la conformidad batracia de
sus piernas, abiertas en paréntesis y llenas de mataduras y postillas en
los más diversos estados de maduración. Era experto también en acuñar
monedas colocando éstas al paso del expreso de Irún y en fabricar
supositorios con escamas de jabón lagarto y metérselos por el culo a su
primo Ramonchu de Rentería, dos años menor y con afición a disfrazarse
con la ropa de su hermana.
Vicentín no estaba gordo; era gordo (como
otros son estrábicos, o americanos, o retrasados). Vicentín, como iba
diciendo; era gordo, circunstancia que llenaba de orgullo a Dña.
Gracita, su mamá, que lo criaba a base de mantecadas de Astorga y
tajadas de lomo en manteca.
Vicentín en la mesa mostraba unas
habilidades que dejaban pasmada a la concurrencia: era capaz de
introducirse en la boca una pila de catorce galletas María, sorber
entero un flan de media docena de huevos y dejar de la sopa de letras la
cantidad exacta de ellas para escribir en el fondo del plato “Vicentín
es la hostia”.
La mamá de Vicentín solía preparar el “rin-rán” un
plato típico de Murcia que se hace con tomate, pimiento, cebolla y
pepino aliñados con aceite, vinagre y sal. Vicentín entonces se lanzaba a
cantar esta copla para escandalizar a las señoras invitadas:
"A las mozas de este pueblo
las gusta mucho el rin-rán:
ellas ponen el tomate
y el pepino se lo dan".
Vicentín solía viajar en los topes del tranvía y se rompió la crisma un
domingo de cuaresma en el que, en lugar de asistir a misa, se gastó
peseta y media de su paga en la matiné del cine Rex, donde echaban
Gilda.
Vicentín fue de cabeza al infierno, como es natural, pero
allí, acostado en su ataúd forrado de seda y con sus manos cubiertas con
el escapulario de la Virgen del Carmen parecía un ángel. ¡Hay que ver
qué cosa tan rara!
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