Por el patio de luces flota un
intenso olor a sardinas asadas. Una voz de mujer
exasperada grita: ¡no hagas bola, traga! Desde
arriba veo la calva liberada del bisoñé de don Jacinto que, echando medio
cuerpo fuera de la ventana, fuma a escondidas de su madre nonagenaria unos cigarrillos enboquillados que huelen a tabaco de mujer. Dorita, la vecina del tercero hace escalas en el piano de pared, mientras su tía, doña Solita, se arregla una falda gastadísima sentada ante un brasero que languidece sin dar apenas calor. Trás los
cristales del segundo piso de la casa de enfrente, un joven estudia a
la luz de un flexo y, Marisol Centeno con la cabeza llena de rulos fabricados con el canuto del papel higiénico husmea trás las ajadas cortina como un depredador nocturno. Marisol sabe lo que se cena en cada casa. Con oído de tísica reconoce el batir de la tortilla y el borboteo del caldo en el puchero. Sabe también que doña Joaquina hoy se acostará sin echarse al cuerpo más que unas tristes sopas de leche aguada.
Un patio de luces es un universo pequeño y manejable, lleno de historias sencillas que hacen mucha compañía y dan calorcito.
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