Un tímido sol de invierno
se colaba a través de los visillos. La fiebre al marchar me había dejado
una laxitud agradable en todo el cuerpo y cobijada bajo las mantas
escuchaba lejanos los sonidos de la casa poniéndose en marcha.
Luci
sacudiendo alfombras y limpiando el mirador donde hacíamos la vida, se
entretenía hablando con su prima Nati que cruzaba la plaza camino de la
panadería.
-Señora: que dice mi prima que si nos sube el pan.
Mi madre compraba siempre richis para los bocadillos (unos bollos pequeños) y una hogaza de medio kilo dorada y crujiente.
-Voy a abrir el balcón para ventilar, así que no asomes ni la nariz.
Mamá me tapaba hasta la cabeza y yo quedaba en un limbo cálido y
seguro imaginando que la cama era un trineo que se desplazaba por la
estepa helada (si la enfermedad tenía lugar en verano, la cama se
transformaba en una balsa en la que navegaba segura en un río plagado de
cocodrilos).
-Respira. No respires. Respira…
Cuando venía a
casa a visitarme, D. Sabino Ardanza soplaba en el estetoscopio para
darle calor antes de ponérmelo sobre el pecho y mi madre tenía siempre
preparada sobre una bandeja con mantelito de hilo, una cuchara para que
don Sabino me examinara la garganta.
-Di: AAAA
-AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
-Esta criatura qué exagerada es para todo, Sabino.
D. Sabino, después de su examen, me daba un cachetito suave en la
mejilla y me decía que lo que me pasaba era que no quería ser buena.
Entonces sacaba su talonario de recetas y le entregaba éstas a mi madre
mientras daba sus indicaciones:
-Dieta blanda y los sellos para
bajar la fiebre. Las inyecciones; que le pongan hoy la primera y pasado
mañana, si no hay novedad, vengo a verla sobre esta hora.
-Ah, Mª Luisa, vigila que no coja frío y que se quede en cama toda esta semana.
Entonces, mamá le alargaba un frasco de colonia Lavanda Inglesa y él se
restregaba las manos y estrechaba las de mi madre cariñosamente.
Yo
oía cómo se despedían en la puerta y a mi madre mandando a la farmacia
a Luci y dejando el aviso por teléfono a Santitos, el practicante.
Santitos aparecía con sus lentes redondos y su maletín negro del que
extraía una caja metálica ovalada en cuyo interior ponía a hervir la
jeringuilla y las agujas. Santitos olía a alcohol y penicilina y tenía
un acento cerrado de Mondoñedo.
-¿Onde a doe á nena?
-La garganta. Y tengo tos.
Mamá por cada inyección que me dejaba poner me daba dos reales. Y
cuando tocaba lavativa me daba una peseta. Como estaba enferma cada dos
por tres, me iba haciendo con un capitalito y el primer día que salía a
la calle me lo gastaba todo en el carrito de chuches que ponía el señor
Julián en los soportales de EL Arrabal, mi calle.
-Deme cuatro
pastillas de leche de burra, una peseta de regaliz de palo, dos reales
de lagrimitas y una careta de diablo cojonudo.
-¡Eso no se dice! No es de diablo cojonudo, sino de diablo cojudo.
-Pues eso.
-¿Y no te gusta más ésta de hada madrina? Luci intentando hacerme cambiar de opinión.
-No. ¡Quiero la de diablo cojonudo!
-Esta niña está tonta. Vamos; tira para casa que verás cuando vea tu madre en que te has gastado el dinero.
Actualmente cuando me pongo enferma echo muchísimo de menos que
aparezca mamá con su taza de caldo y se siente a mi lado a contarme
cosas de cuando ella era pequeña. He olvidado por un momento que soy yo
quien debe contar ahora las historias.
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