La tienda de dulces “La Casita” está
abarrotada. La chiquillería acostumbra a comprar cacahuetes, pipas y
golosinas antes de entrar en el cine situado justo en frente.
Berta hace cola en la taquilla todavía cerrada. Amparito, además
de coger puntos a las medias, ejerce de taquillera los domingos.
Amparito viene andando despacio vestida con falda tubo, conjunto
Pulligan beige, collar de perlas Majórica y zapatos de tacón de aguja.
Del brazo le cuelga un bolsito Grace Kelly de piel marrón.
La sesión
de las cinco es sin numerar y nos agolpamos todos en la puerta para
coger buen sitio. Corro por el pasillo y me coloco en el centro de la
fila siete con los brazos extendidos a derecha e izquierda y gritando
histérica: ¡Están ocupadas!
Se descorren las cortinas de terciopelo
verde, se apagan las luces y la sala se libra de quedar enteramente a
oscuras gracias a los pilotos de color rojo que señalan las puertas de
salida y a la linterna del acomodador que recorre el pasillo arriba y
abajo tratando de localizar asientos libres para los rezagados.
En
el Nodo dicen que Jackeline Kennedy dio a luz prematuramente un niño que
no puedo sobrevivir y que treinta enmascarados asaltaron un tren postal
en Glasgow, apoderándose de cuatrocientos veinticinco millones de
pesetas.
-¡Caray que tíos!
Berta en el Nodo se relaja y no hace
esfuerzos para distinguir a nadie. Berta tiene catorce dioptrías en cada
ojo y se queja siempre de que no ve bien la pantalla. Hoy confunde a
Marisol con Isabel Garcés, la actriz que hace de su madre.
En el descanso subimos al ambigú.
-Dos jariguays de naranja, por favor.
Dejo los dos reales en el mostrador plagado de charquitos del líquido pegajoso.
Después de los tres timbrazos de aviso volvemos a nuestros asientos
caminando sobre una alfombra de cáscaras de pipas y cacahuetes.
-¿Queréis Sacis?
Yo me he comprado un tubo de monedas de chocolate Nestlé y con el papel
dorado vamos formando pelotillas que lanzamos durante la película
tratando de colocar alguna sobre el moño cardado de Margarita, hermana
de Berta a la que profesamos un odio africano por ser acusica y
metomentodo.
A la salida, las farolas del paseo derraman una luz
amarillenta sobre el asfalto mojado. El domingo se acaba y una tristeza
honda se instala en mi interior, como si desprenderse del día fuera algo
más profundo que abandonar la luz y las horas gastadas. Remotas
despedidas de las que solo sabe el corazón.
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