Luci dice que en casa a veces hay un ambiente
en el que “se masca la tragedia”. Nadie sabe por qué, pero el territorio
pasa de ser “hogar” a “campo de minas”. Y cualquier cosa puede desatar
la guerra.
-Me voy.
-¿Dónde vas?
-Por ahí.
-Pues mira que bien; te vas a encontrar con tu hermana porque me ha dicho que iba al mismo sitio.
Yo en esas ironías de mi madre no entro. Es más: salgo y me tiro a la calle como quien se arroja al pozo de la normalidad.
Para mí la normalidad es la casa de los Pérez Aguilar, que son catorce
hermanos y allí las tragedias no se mascan: se viven. En el chalet de
dos plantas cualquier niño puede, por ejemplo, caer por el hueco de la
escalera y levantarse como si tal cosa. Las brechas en la casa de los
Pérez Aguilar se cosen con el hilo de zurcir los calcetines. En la casa
de los Pérez Aguilar no se pierde ningún niño porque comen como limas y
no faltan jamás al recuento del mediodía. En casa de los Pérez Aguilar
las tortas se reparten de mayor a menor y aquí paz y después gloria. Se
sabe quien manda y las ironías se utilizan poco, se tiende más al
insulto sano y directo.
-¡Adoquín!
-¡Tarugo!
-¡Tontolaba!
-¡Gilipuertas!
En mi casa no, en mi casa los insultos llevan carga de profundidad como los torpedos de un submarino.
-Dios dame paciencia, porque si me das fuerzas la mato.
-Dios: te la llevas o te la mando.
En mi casa lo de que Dios está en todas partes se prueba empíricamente.
Las Pérez Aguilar tenían una tata que las dormía cantándoles “Perfidia”
y, tras cuarenta años sin vernos, me he reencontrado en estos días con
mis queridas amigas y comprobado que siguen siendo para mí como un
bolero: “Ese sentimiento disparatado que se canta”.
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