A través de los cristales del mirador veo a mi tía Petra haciéndome gestos con la mano para que me asome.
Ella vive en la casa de enfrente con mi tío Miguel y mis primos: Carmen, Javier, Mari Presen y Mari Vega. Raúl, el mayor, hace tiempo que vive fuera.
Mi tía Petra es la mujer más guapa del pueblo y probablemente del
contorno. Tiene los ojos del color del mar y la piel blanca y
aterciopelada como la de las japonesas de la China. Mis primas también
son muy guapas y siempre las nombran reinas de las fiestas y así.
-Pasa un ratito, hija, que te voy a dar una cosa.
En casa hemos comido hace un rato pero, a pesar de todo, la tía me pone
delante un plato de loza humeante rebosando de caparrones espesitos,
guisados con su hoja de laurel, su cebolla, su cabeza de ajos y su
chorrito de aceite de oliva. Ella sabe que me encantan y disfruta
ofreciéndome algo en su lucha por hacerme engordar.
-Tía, no puedo más.
-Venga, no seas melindres, que ahora te voy a poner entre pan un torreznito que te vas a chupar los dedos.
-¡Ala; ahora vete a casa a echarte la siesta!
Ya acostada tengo la misma sensación que cuando me mareé en el viaje
que hicimos en autobús a Quintana Martín Galíndez –un pueblo pegado a
Traspaderne por un lado y a Frías por otro- para el entierro del primo
Serafín que se murió el pobre por no tener ganas de nada. En verano se
pasaba el día contando las moscas pegadas en el papel engomado que
colgaba del techo y en invierno se dedicaba a rascarse los sabañones
hasta hacerse sangre, entonces su padre le medía las costillas de un
garrotazo para que parara. Su madre quería casarlo y le buscó de novia a
Maravillas, una chica algo retrasada pero higiénica que acabó dejándole
porque, al no tener ganas de nada, Serafín tampoco se bañaba y además
se dejaba largas las uñas de los meñiques para sacarse las cascarrias de
las orejas y de las narices. Así que Maravillas, muerta de asco y de
aburrimiento, lo dejó por otro de Santurdejo que criaba gallinas muy
ponedoras y tenía tractor.
Serafín al final acabó bañándose porque
se echó al Ebro desde el puente y dejó que se lo llevara la corriente
sin mover pie ni pata.
En el entierro su madre exclamaba:
-El consuelo que me queda es que mi Serafín se ha ido de este mundo muy descansado.
-¡Y usted que lo diga, señora! ¡Y más que va a descansar ahora!
-Ya, ya. Eso sí es verdad.
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