La terraza del Café Suizo está desierta y
sobre los veladores aparecen todavía los restos del vermut. En el
velador más cercano a la puerta giratoria han estado sentadas la mamá de
Víctor de la Rosa, las viudas de Asenjo y Bonilla y la señora de Retuerto. Todas haciendo labor de punto.
Una oleada de aire caliente baja por El Arrabal arrastrando las
primeras hojas secas y haciendo que la sotana de don Abilio se agite
tras él como las alas de un cuervo. Viene de dar clase en el seminario y
entra en el portal de casa de su hermana, que deja caer las cortinas
del mirador y se mete hacia adentro al verlo llegar.
Don Abilio
tiene maneras de gendarme de la iglesia, de abanderado de la carcundia y
de engatusador de infantes. Todo junto y a la vez. Don Abilio, cuando
dirige los ejercicios espirituales, nos llama zorras y sepulcros
blanqueados, pero a mí no me importa porque en casa estamos todos
bendecidos por el Papa Pío XII (mi abuela lo consiguió hace años pagando
doscientas pesetas) y tenemos indulgencia plenaria.
Bajo los
soportales de la plaza y en las vitrinas adosadas a los arcos se exponen
las carteleras de los cines. En el Bretón de los Herreros echan una del
oeste (que descartamos porque casi no salen chicas) y en el Gonzalo de
Berceo ponen “Marisol rumbo a Río” que ya la hemos visto, así que
decidimos ir a merendar a mi casa y quedarnos a jugar en la solana.
Al salir de los soportales comienzan a caer unas gotas gordas como
garbanzos y un trueno rasga el aire. Doña Concha, que sale en ese
instante de su casa, se santigua dos veces; la primera por hacerlo
siempre al poner el pie en la calle y la segunda para rogar a Santa
Bárbara que no la parta un rayo. Nos saluda al pasar con una exclamación
de agobio.
-¡Hola, majas! ¡Vaya sofoco de tarde! A ver si consigo llegar a la mercería sin ponerme como una sopa.
El olor a tierra mojada que brota de los jardines que rodean el
templete de la musica, se mezcla con el que ha dejado a su paso doña
Concha, un olor violento a perfume barato.
-No se preocupe usted, serán cuatro gotas.
Pero las cuatro gotas se convierten pronto en un aguacero descomunal
que convierte la calle del Arrabal en un torrente. Las rejas de las
alcantarillas están cegadas por la acumulación de hojas, y el agua
buscando camino, arrea por la calle de La Vega arrastrando cientos de
palillos del suelo de la terraza del café y una pluma de paloma gris que
navega rápida y pronto se pierde de vista.
Las tardes de
verano suelen quedar dormidas en la piel de la memoria. A veces basta
una gota de lluvia para despertarlas y llevarnos ahí, al lugar donde el
rayo iluminó el corto espacio que fue nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario