miércoles, 4 de junio de 2014

Tumbada bajo el cielo

Nos reciben los ladridos de los perros y el sonido de las chicharras en los pinos. El calor es sofocante y el azul del cielo solo es manchado por jirones de nubes. Han segado los campos de trigo y al caminar entre rastrojos las piernas se arañan con las cañas cortadas. Junto al silo, aparece una inmensa montaña de grano por la que trepamos para dejarnos caer envueltas en una nube de polvo dorado que se pega a la piel y la garganta.
Junto a la caseta del pozo, mi madre nos hace señas para que volvamos.
Nos refrescamos con el agua del cubo y vamos a jugar bajo el cerezo.
-Yo era la tendera y vosotras veníais a comprar.
Teresina al ser sobrina de Manolita, la dueña de la tienda de coloniales, siempre quiere ser ella quien que venda, pero como es medio lerda no se lo permitimos.
De mala gana, Teresina recoge piedras que harán de dinero.
-Señora Teresina, estas chuletas son buenísimas. ¿Cuántas le pongo?
-Póngame veinte kilos.
Le explicamos que las señoras no compran jamás veinte kilos de chuletas, ni de nada. Pero ella se conoce que barre para adentro y vela por los intereses de su tía Manolita. Estas cosas son cuestión de razas. Por ejemplo: Teresina es de la raza de vendedores de coloniales, mi primo Ramonchu (el de Rentería) es de la raza vasca y mi vecino Vicentín es de la raza mostrenca. Sin embargo yo soy de la raza de las princesas ocultas (como la zarina Anastasia), pero mi madre no me quiere reconocer ese privilegio para poder seguir dándome tortas con total impunidad.
En un lateral de la caseta, y al resguardo del viento, se alzan las llamas de una hoguera de sarmientos que, rápidamente, queda reducida a unas brasas de color rojo vivísimo sobre las que acuestan las parrillas con las chuletas de cordero.
Bajo el cerezo han tendido el mantel y en él descansa una fuente de porcelana blanca llena de ensalada, un plato con una tortilla grande y redonda como una luna, una cazuela de pimientos asados, las botellas de gaseosas “Peña” y el porrón velado por el frescor del vino.
Tras la comida, cada cual busca una sombra para echarse la siesta.
Y así me recuerdo: tumbada sobre la hierba viendo pasar las nubes, mi cuerpo tan pequeño bajo un cielo tan grande y un sol tan amarillo.

Hoy, sobre la nueva hierba del presente, sigo mirando al cielo en la esperanza de ser yo, desde allí, la observada.

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